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Lecciones de Vida

Su rol en el plebiscito del 88 y las flores que le dio Piñera: el íntimo relato de Carmen Gloria Valladares

Su rol en el plebiscito del 88 y las flores que le dio Piñera: el íntimo relato de Carmen Gloria Valladares

La relatora del Tribunal Calificador de Elecciones, aplaudida por su rol cívico al inaugurar la Convención Constitucional, cuenta su infancia en el norte, explica porqué decidió no tener hijos y recuerda sus inicios como abogada. Esta es su historia en primera persona.

Por: Marcelo Soto | Publicado: Viernes 9 de julio de 2021 a las 04:00
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"Había olor a alfalfa en esa casa de Antofagasta, donde nací hace 67 primaveras. Me acuerdo de mi madre diciendo: “Llegó queso de Freirina”. “Trajeron uvas de Vicuña”. Esos aromas pueblan los recuerdos de mi niñez, igual que escuchar las historias de Gabriela Mistral, de quien soy sobrina nieta. Ella murió cuando yo tenía 3 años, pero era importante en las conversaciones familiares.

Me siento muy, muy nortina, que significa tener una impronta, en la cual uno tiene que saber vivir en comunidad, porque si no lo haces vas a quedar desprovisto de muchas cosas. En el sur tienes las bondades de la propia naturaleza. En el norte si no compartes, no tienes nada.

Yo soy de la época en que el agua estaba contaminada con arsénico y teníamos que cuidarnos entre todos. El agua la traían en camiones aljibes, desde los ríos, de las cordilleras, de un pueblito que se llamaba Siloli. Se colocaba en unos estanques en las esquinas y nos tocaba caminar con los baldecitos a buscar el agua. De esa época soy yo.

Mi papá era profesor primario en Mejillones, en la Pampa-Pampa. Y mi mamá profesora de música, tocaba el piano como los dioses. Siempre he dicho que de los sonidos de la vida, el más lindo es la voz de mi madre. No he escuchado un sonido más perfecto. No cantaba, pero escuchar ese: “Hija, venga a tomar el tecito”, “Hija, a levantarse que hay que ir al colegio”, “Hija, vamos a salir a pasear el domingo”, ese tono, es el mejor sonido que yo he escuchado.

Estudié en un colegio británico, porque en Antofagasta había muchos ingleses, a propósito de la minería, y luego, terminando ya mi quinta preparatoria pasé a un colegio inglés subvencionado, que tenía la maravillosa enseñanza de la educación del amor. Recuerdo que había tres grupos: los niños de clase pobre, de clase media y de clase adinerada. Pero nunca supimos quién estaba en cuál grupo: éramos todos tan homogéneos que no nos percatamos si había una diferencia.

La política no estaba entre mis intereses. Pero sí tenía capacidades de líder. Era un colegio mixto y me eligieron presidenta de curso; en otra oportunidad también fui la mejor compañera de mi curso. Hoy día me sigo reuniendo con mis compañeros. Nosotros salimos del colegio el año 72, y nos seguimos juntando. Y a mí me llaman la madre superiora, porque yo los aglutino, y si uno está enfermo, estamos enfermos todos, y si está feliz uno, estamos felices todos.

Mi papá era radical, mi abuelo también. No recuerdo que habláramos de política en la casa, pero mi padre apoyaba seguramente a Allende. Y mi mamá, nunca lo supe.

En ese tiempo no había nociones de los años sabáticos que se toman hoy los jóvenes. Mis compañeras se casaban, pero yo no tenía ninguna otra alternativa que seguir estudiando. Y me vine a Santiago, a mi carrera del corazón que es Trabajo Social, en la UC. Después pasé a la Facultad de Derecho, donde me titulé de abogada.

***

Yo soy hija única. Eso te marca, no te quepa duda, porque hay muchas cosas que uno no tiene, por ejemplo, la noción del ridículo. Cuando son un montón de niños, alguien dice: “No hagas eso, no seas ridícula”. Yo no tenía esa noción. Ese control de un hermano. Fui una niña queridísima por mi madre y mi abuela.

El gran quiebre de mi infancia sucedió cuando mi papá se fue de la casa cuando yo tenía 7 años. Se vino a Santiago, se enamoró de otra persona. Fue un drama. Además, sucedió en una época en que no se hablaba de eso. Los hijos, mis compañeros, todos tenían mamá y papá. En ese tiempo no existían los padres separados.

Yo me sentía discriminada, porque era distinta a las demás. Pero, eso ya pasó, uno creció y me reencontré con mi padre cuando me vine a la universidad, a los 17, 18 años. Lo perdoné. Y lo hablamos. Incluso lo hablé con su segunda señora y fue muy sanador. Después seguí en contacto, hasta el minuto que se murió yo estuve al lado de él.

En la universidad me tocó el tiempo de Pinochet, pero yo no protestaba. Fíjate que no, pero no por razones políticas. A mí me dijeron: “usted se va a estudiar” y a eso vine. Yo era obediente y no quería estropear la oportunidad que me habían dado. No era fácil para mi madre mantener los gastos de una hija en Santiago, a pesar de que yo pertenecía a una clase de estudiantes que no pagábamos.

La época de Derecho fue muy linda, tuve lindos compañeros. Era estudiosa y mis apuntes eran muy buenos. De hecho me ganaba la vida haciendo apuntes, que se vendían muy bien entre mis compañeros. Tenía buena letra también, era buena alumna de derecho civil y me gustó mucho, sobre todo, derecho constitucional.

Justo hoy (martes 6 de julio) me llamó mi profesor, que hoy día es ministro de Justicia, Hernán Larraín, y nos acordamos de la época en que yo era su alumna. Me llamó para saludarme y para decirme que no tenía dudas de que algún día esto iba a pasar (ser reconocida por su rol cívico). Otro profesor que me marcó fue don Arturo Aylwin, de derecho administrativo. Era la época en que estaba saliendo a la luz un recurso alemán que parecía fantástico, que hoy día lo conocemos como recurso de protección. Era el año 76, él estaba de fiscal en la Contraloría, y yo hacía trabajos vinculados a los derechos fundamentales.

Me casé no tan joven con un abogado que hoy día también es profesor de derecho constitucional, Francisco Vega. Maravilloso poeta. Hoy somos grandes amigos. Después me casé con otro abogado, Héctor Mason, que era penalista, que falleció. No tengo hijos. Pero estoy tranquila con mi vida en ese aspecto. Fue una mezcla de dos cosas: no quise y no pude. Porque yo creo que cuando la mujer quiere algo tan importante como un hijo, de alguna manera lo logra, ya sea naturalmente, ya sea artificialmente, ya sea por adopción.

Para mí era muy importante trabajar. Opté por esta vida. Y no me arrepiento. No, no, no. ¿Si me gustaría tener un hijo para que me acompañe? No. Los hijos no son un cheque a fecha. Piensa que yo trabajo desde las 7 y media de la mañana hasta las 9 de la noche, ¿en qué momento lo iba a criar? Entonces, no. Fue una decisión muy responsable, muy pensada. Si uno hace las cosas de esa manera, concientemente, no hay de qué arrepentirse.

***

Tuve que trabajar un par de años para poder ahorrar para el examen de grado. Estuve procurando, corriendo por las calles, con un escrito. Cuando reuní un poquito de dinero, arrendé un departamento en el centro, dondé me dediqué a estudiar. Di mi examen de grado y fui muy bien calificada. Hice la práctica en la Cárcel de San Miguel. Me tocaba tratar directamente con reos. No te olvides que yo tenía una vocación de asistente social. Entonces, quería trabajar con el hombre, con el ser humano, que tuviera la parte más caída de la naturaleza de la humanidad. Y me fue muy bien.

Aprendí mucho de la fragilidad del ser humano. Mientras estamos vivos (lo dice con convicción), la única verdad es la fragilidad

La gente llega a la cárcel por las circunstancias de la vida. Por los abandonos, por las pocas posibilidades estudiantiles, por los medios familiares tan precarios… tantas razones que a veces hacen que un joven se equivoque. Uno no quiere que exista esa realidad, pero existe. Y en esa medida uno se tiene que hacer cargo de ellos. Lo hice con mucho ahínco.

Cuando tenía que jurar como abogado, vine a la Corte, y le dije a un señor muy amable, don César De Ramón: “necesito jurar, porque me tengo que ir a Antofagasta a trabajar”. Me respondió: “¿y por qué no te quedas trabajando acá?”. Era un cargo transitorio para reemplazar a una señora con fuero maternal. Me dieron la posibilidad de postular como secretaria del ministro Israel Bórquez, y se hizo el concurso y quedé.

Entré al Poder Judicial en el año 84. A los dos años, al señor Bórquez lo nombraron Presidente del Tribunal Calificador de Elecciones. Entonces, me dijo: “usted se va conmigo”. “¡Ya! Me voy. ¿Y dónde está el Tribunal Calificador de Elecciones?”, pregunté. “No, si no existe, vaya a buscarlo. ¡Vaya a buscar algo!”, contestó Bórquez para mi sorpresa. Y empecé a caminar por las calles, y ahí me sirvió mucho haber sido procuradora, y llegué a este edificio (en Compañía 1288, donde hoy está el Tricel).

Y a mí me llaman la madre superiora, porque yo los aglutino, y si uno está enfermo, estamos enfermos todos, y si está feliz uno, estamos felices todos.

Le señalé: “¿Sabe señor? Encontré un edificio que podría ser”. Vinimos, y me dijo: “¡ya! Traigamos un escritorio, la bandera, y después preguntamos de quién es”. Y así fue. Esto fue para el plebiscito del Sí y el No, del 88. En el anterior, en 1980, efectivamente no hubo registros electorales ni Tribunal Calificador. Pero en 1988 sí. Y justamente fue en ese momento que el Tribunal Constitucional dijo que se podía hacer el plebiscito, pero que tenía que funcionar el Tribunal Calificador de Elecciones y los registros electorales.

***

No me corresponde emitir juicios (sobre el rol del Poder Judicial en los años de Pinochet). Yo soy muy respetuosa de las resoluciones y, en general, de las actuaciones de los distintos estamentos del Estado. En 1988, yo fui un instrumento técnico, me correspondió recoger las actas de todo el país, revisarlas e informar el escrutinio. Fue una tarea intensa, reconocida, porque nadie sabía hacer el trabajo, en ese momento. Pero no hubo presiones del gobierno.

Le voy a contar que cuando se acabó la tarea, terminó el plebiscito y perdió el señor Pinochet, él mandó un oficio reconociendo la labor que había hecho el Tricel. Está en el cuarto piso. Y así fue, entregamos el resultado y empezamos a caminar esta senda democrática.

No voté ni Sí ni No. Sabes que yo me sentía tan incluida en el proceso que quise mantener neutralidad, y lo he hecho toda la vida. Porque el único derecho que yo tengo como funcionaria del Tricel es votar. He votado pero nunca he optado. Siempre he votado blanco. Porque quiero mantener mi independencia. No quiero tener mi corazón amarrado a nadie. Aunque seguramente lo tengo. Para el Apruebo o Rechazo, voté en blanco. Y así ha sido mi conducta funcionaria.

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¿El momento más complicado? Uno siempre está preparada como servidora pública a aceptar lo que venga. He sido testigo presencial de momentos históricos, por ejemplo, proclamar al señor Aylwin, que fue el primer presidente que asume en una transición pacífica, también me correspondió hacerlo con el señor Frei, con la señora Bachelet, el señor Piñera, con el presidente Lagos. Las democracias no tienen género, pero por cierto que era una novedad (proclamar a Bachelet). Estábamos recién comenzando a dar los primeros pasos de las paridades.

Pero nada se compara a la emoción del acto de instalación, el domingo pasado, cuando los convencionales constituyentes aceptan la invitación que yo les hago de ponerse de pie y les formulo una pregunta sencilla: si aceptan el cargo. En ese momento en mi memoria pasaba la cantidad de millones de electores que había detrás de cada voz, que iba diciendo “acepto”. Ese fue un momento muy muy emotivo. Y no obstante las pequeñas dificultades, que toda democracia las tiene, la manera en que ellos asumieron esa postura republicana fue notable. “Sí, acepto”, tan simple como esa frase.

A Elsa Labraña (que la increpó duramente) no le guardo rencor. Ella no fue agresiva conmigo, Elsa estaba agresiva, ¡con el mundo, con lo que estaba pasando en ese momento, no conmigo! Y cuando yo logré escucharla después de terminar el himno nacional, que para mí era un símbolo importante, de respeto, y logré entender que estaba sucediendo algo, me di cuenta que ella estaba pasando por un momento muy delicado, de intensa preocupación.

Y te voy a contar que mucha gente después se me acercó con una amabilidad notable y ella vino y se abrazó a mí, sí, en serio, y fue una situación también terriblemente emotiva. No lloré en ningún momento. Y soy súper sensible, pero a la vez terriblemente institucional. No se me enredan los papeles. Nos abrazamos con Elsa y me dijo que la perdonara. Yo le dije no hay nada que perdonar. “Estamos en paz. Y Chile está feliz”. “Sí”, me dijo.

¿Quién me ha llamado? Sé contar hasta cien: mucha gente. El presidente de la República, sí. Me llamó, me mandó un ramo bellísimo de flores. ¡Lo más hermoso que te puedes imaginar, con una tarjeta muy linda! Eso llegó a mi casa. Y muchas flores. Muchas. Yo nunca recibo regalos en mi oficina. Esas flores (apunta a un ramo sobre un escritorio) son una excepción. Las trajo un señor en un carrito, que me dijo: “¿Usted es Carmen Gloria Valladares?”. “La verdad es que yo no recibo regalos”, dije. “Pero véalas”, me dijo. Venía la tarjeta y decía: “Gracias por salvar a Chile. Anónimo”. “Esto es mío”, dije yo. Me lo gané. El cargo se lo ganó.

***

No fui protagonista de nada, fueron los propios convencionales los que asumieron la responsabilidad. Yo no represento nada, es mi cargo el que representa al Tricel. El servicio público consiste en adelantarse, no esperar que llegue el temblor y después reaccionar. Nunca tuve miedo. No se me pasó por la mente (que la ceremonia pudiera fallar). No, no. Yo llevaba mi sanguchito debajo del brazo y pensé: “esto durará 24 horas, pero yo salgo con la Convención instalada”.

No he pensado en una carrera política. Pero confieso que proclamar a cualquier presidente siempre es un hecho terriblemente emotivo. Piensa que entra un chileno o chilena, un ciudadano, y hace el recorrido que hicimos antes hasta el salón de Audiencias, se sienta ahí, se lee el acta de proclamación y se convierte en Presidente de la República. Pasa algo mágico".

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