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Game over: Anatomía de la ruptura entre Musk y Trump

Game over: Anatomía de la ruptura entre Musk y Trump
Era cuestión de tiempo. El divorcio entre Trump y Musk estaba escrito desde el día uno. Juntos construyeron un artefacto explosivo llamado TRUSK -una criatura simbiótica entre el populismo político y la omnipotencia tecnológica-, pero su convivencia en el poder era inviable. Los unía el rencor, el narcisismo, el desprecio por la burocracia y un discurso apocalíptico sobre el estado del mundo. Pero también los separaban sus ambiciones y la necesidad imperiosa de dominar la escena. Como es sabido, no hay espacio para dos soles en la misma galaxia.
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El proyecto TRUSK
La alianza Trump-Musk intentó la fusión entre el populismo visceral y la ingeniería del futuro. Ambos se proyectaban como figuras salvadoras, casi proféticas, que venían a rescatar a Estados Unidos -y al planeta entero- de una supuesta decadencia liberal. TRUSK era una criatura bicéfala nacida del odio al “wokismo”, la desconfianza hacia las instituciones y una fe absoluta en el ego, el voluntarismo y la tecnología como herramientas de transformación.
Pero lo que más los unió -y como veremos, los enfrentó- fue su convergencia psicológica. Ambos están marcados por figuras paternas duras, incluso crueles, que los empujaron a una validación constante. En Trump, el mandato de su padre fue ser el más fuerte, el más visible, el más temido. En Musk, la herida fue más profunda: su padre no sólo lo exigía, lo denigraba. El resultado fue un narcisismo defensivo, hipersensible, desconfiado, competitivo hasta la paranoia.
Ambos comparten una visión apocalíptica de un mundo asediado por amenazas y necesitado de un salvador. Ambos construyeron una narrativa de gladiadores para justificar sus ambiciones.
La Casa Blanca para Trump, a la cual accede por segunda vez, es la arena donde demuestra que nadie lo puede detener. El gobierno, para Musk, fue otra plataforma desde la cual cumplir su cruzada tecnológica y cultural, en la que tiene de socios a sus amigos Peter Thiel y Marc Andreessen.
La Casa Blanca para Trump, a la cual accede por segunda vez, es la arena donde demuestra que nadie lo puede detener. El gobierno, para Musk, fue otra plataforma desde la cual cumplir su cruzada tecnológica y cultural, en la que tiene de socios a sus amigos Peter Thiel y Marc Andreessen.
Cuando se unieron, muchos vieron una anomalía. Pero psicológicamente eran almas gemelas: Trump y Musk son dos figuras movidas por la revancha, por el trauma y por un deseo de control absoluto.
Esa unión, sin embargo, estaba condenada a implosionar. No sólo por sus diferencias de estilo, sino por una incompatibilidad fundamental: ninguno acepta ser el segundo. Mientras uno necesita ser amado por las masas, el otro necesita demostrar que su genio puede rediseñar el mundo sin pedir permiso a las burocracias políticas. Su relación fue un espejo. Y como suele pasar entre narcisos, el espejo se rompió.
Un divorcio inevitable
Numerosos observadores lo habían anunciado: el quiebre de la fusión entre Tump y Musk era inevitable. Los motivos son múltiples.
De partida el choque de egos. Ambos crecieron intentando impresionar a padres duros y emocionalmente ausentes. Musk con Errol y Trump con Fred. Ese trauma compartido moldeó su obsesión por el control total, su necesidad de reconocimiento constante y su rechazo a cualquier forma de subordinación.
Mientras uno se erige como ingeniero mesiánico que rehace el mundo con algoritmos, el otro se proclama salvador de una nación cercada por amenazas. Sus egos compiten por cada centímetro de atención, y tarde o temprano, esto iba a estallar.
Mientras uno se erige como ingeniero mesiánico que rehace el mundo con algoritmos, el otro se proclama salvador de una nación cercada por amenazas. Sus egos compiten por cada centímetro de atención, y tarde o temprano, esto iba a estallar.
Ambos se mueven por códigos opuestos. Musk desprecia la política tradicional, la planificación estratégica y los consensos. Es adicto al “modo prototipo”: prueba y error, acción directa, iteración permanente, obsesión por los detalles, fijación en los costos y la productividad. Trump, en cambio, disfruta el espectáculo del poder, no su gestión cotidiana. Su fuerza está en la retórica, el escándalo, la teatralización del conflicto. Para Musk, eso es ruido. Para Trump, lo otro es aburrimiento y se lo deja a sus ayudantes.
Actuando impulsivamente y para complacer al público, Trump instaló al genio de Silicon Valley en la mismísima Casa Blanca. La simbiosis TRUSK no podía estar mejor simbolizada.
Desde que asumió como jefe del Departamento de Eficiencia Gubernamental, Musk importó al gobierno federal la lógica de Silicon Valley: prototipar, iterar, despedir. El resultado ha sido un desmantelamiento veloz y caótico del Estado. Redujo agencias como el USAID, despidió decenas de miles de empleados públicos sin mediar reforma legal y colocó en puestos clave a ingenieros veinteañeros con nula experiencia política, pero expertos en reducción de costos. Musk terminó durmiendo en el ala oeste de la Casa Blanca, rodeado de pantallas y asistentes que ejecutan sin preguntar.
Su hiperactividad sin filtros provocó conflictos diplomáticos, malestar empresarial y una caída dramática en el valor de Tesla. Trump lo apoyó sin vacilaciones, con gestos tan inauditos como recibirlo luciendo una gorra y con su hijo en el Salón Oval o convertir los elegantes jardines de la Casa Blanca en un salón de ventas de Tesla. Pero se alcanzó un punto en que sus intervenciones se volvieron excesivamente costosas, provocando serias divisiones en su propio gabinete. Para Trump todo es negocio, y lo que deja de rendir lo descarta. Fue lo que pasó con Musk, a quién dejó de consultar sobre temas claves.
Entre ambos, por lo demás, nunca hubo lealtad, sólo utilidad mutua. Se usaron para acceder a nuevos públicos: Trump a los jóvenes y tecnófilos, Musk a las bases conservadoras. Pero sus visiones del mundo, aunque convergentes en el rechazo a la “cultura woke”, divergen en casi todo lo demás. Musk no cree en el Estado; Trump lo instrumentaliza. Musk quiere colonizar Marte; Trump quiere conquistar el prime time.
Anatomía de una ruptura
El quiebre ha sido cualquier cosa menos discreto. Con estos personajes, no podía ser menos. El choque entre Trump y Musk se ha desarrollado a la vista de todos, como una pelea entre superhéroes devenidos en antagonistas. Lo que comenzó como una alianza pragmática, sellada por conveniencia, se transformó en una guerra sin cuartel, con acusaciones cruzadas, amenazas económicas, desplomes bursátiles y escándalos mediáticos.
La chispa inicial fue el rechazo de Musk al proyecto de ley “Big Beautiful Bill” de Trump, que incluía recortes fiscales y aumentos en defensa a costa de salud y energía. Musk lo calificó de “abominación repugnante”. Trump respondió acusando a Musk de actuar por interés económico, señalando su dependencia de subsidios. Musk subió el tono insinuando que Trump estaba vinculado a Jeffrey Epstein, mientras el presidente ha aprovechado el escándalo para presentarlo como “inestable”, aludiendo indirectamente a las denuncias sobre el presunto consumo de drogas por parte de Musk durante la campaña.
Mientras uno necesita ser amado por las masas, el otro necesita demostrar que su genio puede rediseñar el mundo sin pedir permiso a las burocracias políticas. Su relación fue un espejo. Y como suele pasar entre narcisos, el espejo se rompió.
La batalla tomó vuelo también en el campo económico. Tesla perdió más del 14 % de su valor en bolsa, unos $ 152 mil millones. Las acciones de Trump Media y la criptomoneda $TRUMP también sufrieron caídas. Trump amenazó con cancelar contratos federales con empresas de Musk como Tesla y SpaceX. Musk respondió amenazando con desmantelar la nave Dragon, aunque luego reculó.
Lo curioso es que este conflicto se ha librado principalmente en las dos plataformas de las que son propietarios: Musk en X (ex Twitter) y Trump en Truth Social. La prensa, especialmente el NYT, ha amplificado el choque.
Ambos contrincantes parecen estar gozando. A Musk hay que entenderlo desde su biografía y sus videojuegos. En The Battle of Polytopia, su juego favorito, se gana por supremacía tecnológica o militar. No hay alianzas duraderas, sólo movimientos estratégicos. No hay empatía, sólo eficiencia. Así ha sido su relación con Trump. Así será su retirada. No saldrá derrotado: simplemente buscará otro juego. Otro tablero.
En política, como en los videojuegos de Musk, las alianzas duran lo que dura su utilidad. Y esta ya se agotó. Tiene los medios, los datos, las plataformas y los dólares para vengar la traición de la que se siente objeto. Podría ser el primer magnate en construir una fuerza política desde la ingeniería y el dinero. Ha hablado, por ejemplo, de crear un nuevo partido, quitando a los republicanos el apoyo económico que fuera vital para su éxito electoral, así como para imponer su disciplina en el Congreso.
Trump, por su parte, volverá a lo suyo: el show. Musk ya no sirve como símbolo. De hecho, se ha vuelto una amenaza. Lo que sigue es un reality con venganza incluida, que seguro va a romper el people meter.
De la admiración al odio
Lo más crudo de esta ruptura no está en los tweets, ni en los mercados, ni siquiera en las amenazas legales o contractuales. Está en la traición íntima. Para personajes como Trump y Musk -con sus egos hipertrofiados, su necesidad de validación constante y su incapacidad para tolerar la crítica- romper un vínculo de admiración mutua es una humillación personal.
Ambos encontraron en el otro no sólo un aliado, sino un espejo narcisista. Durante meses Musk hablaba de Trump como “el único con coraje” para combatir a las élites “woke” y dar poder a los innovadores. Trump, por su parte, presentaba a Musk como un genio libertario, hecho a sí mismo, dispuesto a poner la tecnología al servicio del nuevo orden. Contradiciendo sus promesas y más íntimos principios, llegó incluso a acoger como refugiados a sudafricanos blancos.
Lo que siguió fue el clásico drama del narcisista cuando su reflejo deja de devolverle la imagen ideal. Musk, en un arrebato, atacó las zonas más oscuras de Trump. Éste, a su vez, respondió con una frase que lo refleja por entero: “Nunca confié en él. Sólo quería subsidios”. Lo redujo a un oportunista, lo despojó de todo genio y lo colocó en el mismo nivel que el resto de los que desprecia. Fue la peor ofensa posible.
Ambos ya no se soportan, y esto no tiene vuelta atrás. No hay odio más feroz que el de los antiguos admiradores.
¿Y ahora qué?
¿Podrá el gobierno de Trump sostenerse sin el anclaje simbólico que representaba Musk y los tecno-oligarcas, y sin su respaldo financiero que actuaba como factor de chantaje hacia los congresistas díscolos? ¿O caerá como caen los imperios en los videojuegos, por sobre-extensión y conflicto interno?
Nadie sabe la respuesta, pero lo cierto es que la salida de Musk abre una nueva fase. Trump pierde su conexión simbólica con la innovación y la juventud -que como bien le recuerda ahora Musk, fue clave para su elección-. Expone a su administración a una guerra abierta con Silicon Valley. Agrava la desconfianza del mercado: si Tesla se derrumba, ¿quién será el próximo? Y por último, deja a Trump sin un parachoques ante sus propias contradicciones; y a los demócratas, sin un blanco fácil al que atacar. Si el caos sigue, ahora será exclusivamente responsabilidad de Trump.
Pero el quiebre, y sus efectos, no son sólo domésticos. El experimento TRUSK ya había comenzado a reordenar el tablero internacional. Con Musk como vocero global y financiador de la nueva ultraderecha, empezaron a surgir réplicas de este modelo en Europa, América Latina y Asia.
También estaba reordenado el tablero en el mundo corporativo, que transitaba aceleradamente desde el culto de la sostenibilidad al culto de la productividad, y de la cooperación con el Estado a la disolución del Estado. Con el cisma, ahora todo esto queda sometido a cierta incertidumbre. ¿Quién coordina el nuevo orden conservador si los gladiadores que lo lideraban están dedicados a insultarse?
También estaba reordenado el tablero en el mundo corporativo, que transitaba aceleradamente desde el culto de la sostenibilidad al culto de la productividad, y de la cooperación con el Estado a la disolución del Estado. Con el cisma, ahora todo esto queda sometido a cierta incertidumbre. ¿Quién coordina el nuevo orden conservador si los gladiadores que lo lideraban están dedicados a insultarse?
En síntesis: el fin de TRUSK no es sólo un quiebre entre dos titanes. Es la fisura de la alianza entre la política y la tecnología, y una visión del mundo como un gran videojuego. Es un experimento que parecía destinado a hacer historia, a cuyo relato se han colgado corrientes políticas conservadoras en todo el mundo, incluyendo Chile. Ahora el monstruo se desdobló. Y ambos, Musk y Trump, vuelven a estar solos, acompañados por sus fantasmas, delirios y una adicción inagotable al protagonismo. Game over.