Por dentro
El evento chileno en California que atrajo a los más influyentes de la industria del vino en EEUU
-
Cuéntale a tus contactos
-
Recomiéndalo en tu red profesional
-
Cuéntale a todos
-
Cuéntale a tus amigos
-
envíalo por email
De repente, un remezón. Como si fuera un temblor, pero en este caso nada tiene que ver una falla tectónica enterrada en la tierra. Aquí el responsable es el viento que se levanta en la bahía de San Francisco, en California, y que mueve las aguas del mar que, a su vez, sacuden al Klamath. Éste no es un barco cualquiera: tiene categoría de histórico, pues antes de que esta ciudad se llenara de puentes y autopistas, era uno de los ferris que trasladaba a las personas en la primera mitad del siglo XX.
Hoy, restaurado y a cargo de la organización Bay Area Council, está anclado con dignidad en el Pier 9. Pero a las ráfagas que se levantan esta tarde del martes 24 de octubre, eso parece no importarles.
En el Klamath, además, hoy hay una reunión importante. A propósito de los 200 años de relaciones diplomáticas entre Chile y Estados Unidos, un grupo de chilenos decidió dar un paso audaz: mostrar nuestros vinos justo en el epicentro de la industria vitivinícola norteamericana, porque en California se produce el 85% de sus mostos.
“Es como clavar un mondadientes en el corazón de esa industria”, había dicho en la mañana Julio Alonso a DF MAS, sentado en un café en el centro de San Francisco. Alonso sabe de lo que habla: es el director ejecutivo para Norteamérica de Wines of Chile, entidad gremial privada que agrupa a las viñas nacionales y que colaboró con ProChile en la organización de lo que va a ocurrir en el Klamath.
El antiguo ferry Klamath, en el pier 9 de la bahía de San Francisco.
A las 2 de la tarde, cuando en la ciudad aparece el sol y hay 19 grados, el barco se empieza a llenar de gente. Los invitados son norteamericanos involucrados en el mundo del vino en California. Productores, distribuidores, sommeliers, periodistas especializados, grandes compradores, consultores. Se inscribieron 300 personas; finalmente llegarían 210. Un muy buen número, a juicio de los organizadores. Sobre todo porque es la primeva vez que Wines of Chile organiza algo en este estado norteamericano. “Es un mercado difícil, es productor, la gente sabe de vinos, tiene tradición en eso”, había reconocido Alonso en la mañana.
En el primer piso del Klamath, donde hay grandes ventanales que dan a la bahía, se han instalado 18 viñas chilenas. Están Los Vascos, Sutil, Ventisquero, Escudo Rojo, Aquitania, VSPT Wine Group, Marty, Garcés Silva, Bouchon, Casa Silva, Andes Plateau, Kofkeche, Concha y Toro, Terranoble, Santa Rita, Montes, Miguel Torres y Matetic. Cada una está en una mesa separada, formando un círculo alrededor del salón. En copas ordenadas sobre manteles blancos comienzan a servir sus mejores vinos, los de alta gama. De todas las cepas: carménère, cabernet sauvignon, chardonnay, merlot, pinot noir.
La mayoría de los que atienden son distribuidores norteamericanos, pero hay también chilenos que vinieron especialmente, pues se dieron cuenta de que clavar un mondadientes en un corazón es un acto relevante. Como Aurelio Montes hijo, director técnico y enólogo de la viña que lleva su apellido, quien se pasea distendido: saluda, sonríe, conversa.
Nadie aquí se intercambia WhatsApp. Se reparten tarjetas de visita -sí, aún existen-, que se van acumulando en los bolsillos de las chaquetas o en las carteras. Hay ambiente festivo. Hay presentaciones cruzadas. Hay bandejas con queso y frutas para acompañar el vino. Los remezones en el barco, a causa del viento, no parecen alterar a nadie. Los asistentes siguen llenando sus copas. Detrás de las mesas continúan sirviéndolas con pulso firme. Al centro del salón, dos músicos interpretan con órgano y guitarra una lista de canciones en clave chilena; desde Hijo del sol luminoso, de Joe Vasconcellos, hasta Los momentos, de Eduardo Gatti.
Arriba, en el tercer piso, está por comenzar una masterclass a cargo de Rodolfo Guzmán, el premiado chef del Boragó, quien es un experto en cómo entusiasmar con Chile. Que es justamente de lo que se trata la reunión de esta tarde en el Klamath: vender nuestro país, en un par de horas, a un público que poco sabe de su existencia.
En California se produce el 85% de los vinos norteamericanos. “Esto es como clavar un mondadientes en el corazón de esa industria”, había dicho en la mañana Julio Alonso a DF MAS, sentado en un café en el centro de San Francisco.
El entusiasmo, en todo caso, se empezó a encender el día anterior. Con un viaje.
Paseo por Mendocino
En el auto que arrendó Julio Alonso en San Francisco -él vive en Nueva York- están llenas las tres filas de asientos. Además de él, va Alfonso Undurraga, presidente de Wines of Chile, Aurelio Montes, Rodolfo Guzmán y su esposa, Alejandra Tagle, quien es su mano derecha -y posiblemente una buena parte de la izquierda- en Boragó. Es lunes 23 de octubre. Cerca de las 10 de la mañana.
Hablan mucho de vinos, por supuesto. Con entusiasmo. Con historias divertidas, como la de un trabajador de una viña que se quedó encerrado un fin de semana en una bodega y que cuando lo rescataron el lunes no podía estar en pie de todo el alcohol que tenía encima. El que menos participa es el chef, quien mira por una de las ventanas el paisaje que pasa cuando va quedando atrás San Francisco, se cruza el Golden Gate y luego entran en las tierras donde se plantan los vinos californianos. El destino es el condado de Mendocino, a casi dos horas de camino, donde Concha y Toro tiene desde 2011 su viña Bonterra. Una de las pocas chilenas en este territorio donde manda el producto local.
Clint Nelson, director de los viñedos de Bonterra, muestra algunas de las parras en la parte baja del terreno. Tienen ocho años, poco más de la mitad de su vida útil. Son de carbernet sauvignon. En otras partes de esta viña, que en total suma 400 hectáreas, hay siembras para syrah, para chardonnay, para zinfandel. “Con uvas siempre orgánicas”, precisa Nelson. Montes es quien más pregunta. Alonso y Undurraga también. Quieren saber del riego, de la manera de proteger las parras del sol. Guzmán toca la textura de la fruta, que es de grano pequeño, oscuro y muy dulce. “Pruébenlas”, manda Nelson, ya que al día siguiente serán cortadas para la cosecha.
Al paseo le sigue una cata, en una mesa larga ubicada en una construcción de 1930. Son siete copas con vinos distintos. Hay bastante descripción técnica del enólogo Sebastián Donoso y mucha concentración de los participantes. Tanto, que nadie se percata de que, en mitad de este ambiente campestre, desde el techo cae una araña sobre el pelo de Alejandra Tagle, quien con asombrosa tranquilidad se la saca del cabello y la ahoga en un vaso de agua.
Todo termina al aire libre, con un almuerzo preparado por el chef Olan Cox, un gigante de delantal e inspirados discursos acerca de cómo conectarse con la naturaleza a la hora de comer. “Todo está hecho con productos de la zona”, advierte. Y en la mesa despliega ensaladas que mezclan zapallos asados y pepitas de granada, nueces y flores silvestres; y luego pizzas que encima llevan hasta higos y coliflor.
Clint Nelson, director de los viñedos de Bonterra, muestra algunas de las parras en la parte baja del terreno. Tienen ocho años, poco más de la mitad de su vida útil. Son de carbernet sauvignon. En otras partes de esta viña, que en total suma 400 hectáreas, hay siembras para syrah, para chardonnay, para zinfandel. “Con uvas siempre orgánicas”, precisa Nelson.
Un país diferente
Al entrar a la sala donde Rodolfo Guzmán da su masterclass este martes, hay una caja con banditas de colores. Se ponen en la muñeca y son antimareos gracias a una pequeña pelota interior que presiona la piel. Muchos de los asistentes las usan. El chef chileno no. “Jamás me mareo”, dice, mientras el barco se mueve.
En su charla habla inspirado y en perfecto inglés. Varios de los asistentes -25 personas que se inscribieron con anticipación, porque los cupos eran limitados- toman apuntes y beben cabernet sauvignon chileno. Entre ellos está el periodista Aaron Romano, quien ha vivido siempre en California y escribe para Wine Spectator, quizás la revista más importante de vinos en el mundo. Apunta en su libreta varias de las cosas que cuenta el chef.
Guzmán sorprende a la audiencia al contarles de su cocina que es casi como un laboratorio, de que viene de un país que tiene una quinta estación -una preprimavera, explica, “donde ocurren muchas cosas interesantes”- y que ha ido descubriendo muchos ingredientes nuevos en sus viajes de investigación por Chile. “Somos un país diferente al resto de la región, no somos la Amazonía, no tenemos clima tropical”, aclara, por si alguien aún tenía dudas.
Muestra videos y fotos de pescados, de mariscos, de plantas, de frutillas blancas, de piñones, de papas chilotas, de hongos gigantes, de manzanas enanas, de recetas hechas con peumo, el árbol nativo con el que es capaz de preparar desde vinagre hasta helado. Habla de los pequeños productores que lo nutren de todo eso. “La gastronomía siempre debe estar basada en el territorio y en la gente”, decreta.
Manos con pulseras antimareos lo aplauden. Él agradece con las suyas, sin pulseras, juntas sobre el pecho. “Qué fantástico”, comentan varios al cerrar sus cuadernos de apuntes. Al fondo de la sala, Julio Alonso -quien invitó al chef- sonríe satisfecho. Sabe que es una gran ayuda en la tarea de clavar el mondadientes en un corazón difícil.
“Somos un país diferente al resto de la región, no somos la Amazonía, no tenemos clima tropical”, aclara Guzmán, por si alguien aún tenía dudas.
El mercado en EEUU
Pinecrest, en la esquina de las calles Geary y Mason, en el centro de San Francisco, es el típico diner norteamericano. Abierto 24 horas, una larga barra, mesas forradas con plástico, menús cargados de huevos, tocino, wafles, y refill ilimitado de café. Aquí, cuando faltan cuatro horas para el evento en el Klamath, Julio Alonso explica por qué el desafío de California es tremendo para los vinos chilenos.
Cuenta que la exportación de vinos chilenos a Estados Unidos comenzó en 1904, “o sea, una historia de 120 años”. Explica que hace cuatro años, cuando él asumió este cargo después de estar cinco años con Wines of Chile en China, cambiaron la estrategia. Priorizaron la venta de vinos chilenos premium y súper premium -entre US$ 11 y US$ 25 la botella en el mercado- y los ultra premium e íconos -sobre los US$ 25- por encima de la de los más baratos. “Estamos en una senda de ‘premiunizar’ las exportaciones”, comenta.
Julio Alonso, director de Wines of Chile en Norteamérica, en el evento realizado en el Klamath.
Así, desde el 2020 los vinos premium y súper premium han crecido y hoy representan el 29% de los vinos exportados de Chile a Estados Unidos. En ese mismo período, se incrementaron también los envíos de ultra premium e íconos: hoy son el 11%, con ventas que alcanzan los US$ 15 millones. “Si quieres cambiar la percepción, en el sentido de que Chile tiene condiciones perfectas para vinos caros y es justo pagar ese valor, debes empujar arriba”, dice.
También hay interés en el público joven. “En Estados Unidos, el consumidor joven o millennial es un 47% de los consumidores de vino. Toman menos, pero mejor. No se arrugan en comprar un vino a US$ 20. Nuestro foco está en ellos”.
Hay 240 viñas chilenas exportando a Estados Unidos, señala Alonso. Aunque las que lo hacen de manera constante son 150. “Varias ya tienen su propia distribución directa aquí; y eso es bueno, porque conocen más el mercado”, dice. Y agrega que la mejor distribución y consumo de vino chileno en tierras norteamericanas es en la costa este -Miami, Nueva York-, “donde hay más conexión con lo latino y Chile tiene una buena imagen ahí, saben que es un paraíso vitivinícola”.
Hay 240 viñas chilenas exportando a Estados Unidos, señala Alonso. Aunque las que lo hacen de manera constante son 150. “Varias ya tienen su propia distribución directa aquí; y eso es bueno, porque conocen más el mercado”, dice.
Anualmente, Chile exporta 4,5 millones de cajas de vino a Estados Unidos. “Lo que equivale a unos US$ 148 millones en valor, que es la ganancia de las viñas en Chile”, dice Alonso. Y da un último dato: del total de vinos que importa Estados Unidos -país donde, de todas formas, lo que reina es el vino doméstico-, los de Chile alcanzan el 6% del mercado y se ubican después de Italia, Francia, España, Argentina y Australia.
Una cata y el mapa
A las 3 y media de la tarde comienza una nueva masterclass en el tercer piso del Klamath. Ahora es una norteamericana que le habla a norteamericanos, pero el tema sigue siendo Chile. Rebecca Fineman es una reconocida sommelier en San Francisco -dueña del restaurante Ungrafted-, que se enamoró de nuestro país cuando lo visitó en 2019. El flechazo lo tuvo específicamente con la cepa país, la más antigua en territorio chileno, con parras que pueden tener más de 150 años, incluso 300.
Y hay un gancho que atrae a los que ahora repletan la sala: como explica Rebecca, la cepa país es la misma que en California llaman mission grape, ya que ambas fueron introducidas por misioneros que primero estuvieron en Estados Unidos y luego bajaron al fin del mundo. La sommelier lo sabe y va a demostrarlo con una cata de nueve vinos distintos, alternando entre californianos y chilenos. Cuando habla, se ajusta bandas amarillas en sus dos muñecas. Ella, a diferencia de Rodolfo Guzmán, sí se marea.
Cuenta que la cepa país se da en el sur de Chile, principalmente en Itata y Biobío. Alguien del público pregunta si eso es cerca de la Patagonia. Rebeca muestra un mapa y pone las cosas en su sitio. Le piden si puede indicar también en el mapa dónde está Santiago.
“La cepa país representa al pasado y mira al futuro”, dice justo antes de empezar la cata. Mientras prueba los mostos, va despachando virtudes: “un sabor inesperado”, “muy refrescante”, “especial para un picnic”, “con carácter”.
Al final pregunta cuál de los vinos les gustó más. La mayoría coincide en País Salvaje, de Bouchon. Ella, poco antes, lo había definido con sabor a hierbas, a arena y a granito. Ideal para pizzas y para pastas.
“La cepa país representa al pasado y mira al futuro”, dice Rebecca justo antes de empezar la cata.
Un aplauso y un nuevo remezón del barco cierran la clase.
Poco después, cuando ya ha finalizado también la degustación en las mesas de las viñas y ya casi no quedan invitados a bordo, el viento de San Francisco se desataría con más fuerza. Gélido y constante. Moviendo al Klamath como si fuera un barquito de papel.