Por dentro
El Fantasma (del caso) Hermosilla
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El 14 de noviembre, el escándalo audios remeció a la opinión pública con la revelación explosiva de una grabación por parte de Ciper. En esta, el destacado abogado Luis Hermosilla discute abiertamente el presunto pago de coimas a funcionarios del Servicio de Impuestos Internos (SII) y la Comisión para el Mercado Financiero (CMF), marcando un punto crítico en la historia judicial del país.
El episodio fue también protagonizado por el controlador de Factop y SFT, Daniel Sauer, y su abogada Leonarda Villalobos, generando una serie de incógnitas en un caso de corrupción que a estas alturas se encuentra en plena investigación.
Las preguntas que subsisten aún son muchas, desde las razones detrás de la grabación, hasta la sugerencia de móviles políticos o incluso la búsqueda de una eventual colaboración eficaz. Pero sin duda, la duda más perturbadora es si este es un caso aislado o si, por el contrario, es solo la punta del iceberg de un sistema de corrupción más amplio en instituciones clave.
Probablemente sea esta la línea más perjudicial del caso, ya que es inevitable que la opinión pública no lo interprete como un patrón generalizado de corrupción en los sectores empresariales y legales. Y aun cuando no sea así, la duda está sembrada con los efectos perniciosos que esto supone.
El reconocido jurista alemán Günther Jakobs aborda con profundidad el complejo efecto que producen estos hechos. Según Jakobs, el mensaje que recibe la sociedad cuando toma noticia de estas conductas es que las normas que prohíben la corrupción no se encuentran lo suficientemente vigentes como para que los ciudadanos se sientan imperados por ellas.
En este caso específico se suma, como factor perturbador, la sensación de impunidad de quienes se perciben revestidos de ciertos privilegios o poder. De este modo, el mensaje que se recibe es que en esta sociedad hay algunos que pueden y suelen hacer lo que se les viene en gana, y otros no. Entonces, el problema se amplifica.
Como respecto de cualquier delito, es claro que el poder desempeña un papel crucial en el aumento de la sensación de impunidad, pero también lo hace la habituación a ciertas conductas y el hecho de asignar una baja probabilidad de ser detectados y castigados.
En el caso chileno, adicionalmente, este escándalo resucita fantasmas del pasado; el financiamiento ilegal de la política, Penta, Soquimich, colusiones, fundaciones y otra larga lista vuelven a la cabeza de la ciudadanía. La figura del “poderoso” se magnifica y termina por infectarlo todo.
Y aunque la realidad indica que, por regla general, no existen "resumideros de maldad” o “reservas de bondad” alojadas en ningún segmento de la sociedad (sino que la distribución de vicios y virtudes está repartida de un modo relativamente homogéneo), la percepción ciudadana vuelve a supurar por la herida del abuso.
En este sentido llama la atención que el caso haya sido bautizado como “caso audios” y no como “caso Hermosilla”, cosa que no cualquiera puede conseguir: y es ese pequeño matiz el que puede convertirse en un símbolo de la fragilidad de nuestras normas éticas y legales frente al poder.
Llama la atención que el caso haya sido bautizado como “caso audios” y no como “caso Hermosilla”.
Visto así, es indudable que la investigación y sanción adecuadas de estos hechos es crucial no solo para retribuir a los culpables, sino para recomponer la confianza en un sistema que se tambalea peligrosamente. Las instituciones no se cuidan solas y son, precisamente, estos casos las que pueden desestabilizarlas o hacerlas más fuertes y sólidas.
Vale la pena, a la luz de este caso hacerse la pregunta que Tom Tyler plantea en su obra "Why People Obey the Law" ("Por qué las personas obedecen la ley"). En ella sostenía que las personas obedecen la ley no solo por temor al castigo, sino porque perciben que el proceso legal es justo, imparcial y está en línea con sus propios valores.
Según Tyler, hay dos motivaciones éticas fundamentales que preceden al acatamiento de la ley: la legitimidad y la moralidad. La primera, se refiere a la creencia de que la autoridad tiene el derecho de ser obedecida. Cuando las personas perciben que las autoridades son legítimas, están más inclinadas a obedecer las leyes. La segunda, implica la percepción de que la ley es moralmente correcta y justa. Si las personas consideran que una ley en particular es ética y justa, es más probable que la obedezcan voluntariamente.
Sin embargo, en esta ecuación, es imprescindible agregar el factor cultural. Aprendimos de Douglass North que así como el sistema legal evalúa los actos como legales o ilegales y el moral como bueno y malos, el cultural lo hace evaluándolos como gratificantes o vergonzantes. Y es precisamente ahí donde suele encontrarse el problema y quizá la luz de esperanza.
Parece razonable deducir de la conversación grabada que los involucrados en el caso en cuestión no tienen duda de la ilegalidad de sus actos (ellos mismos sostienen que la conducta es un “delito”); su valoración moral no podemos conocerla, pero el problema es que, en término culturales, no les parece vergonzante. El por qué tiene mucho que ver con el entorno cultural, uno que parece indicarles que las normas no les son oponibles.
Pero al mismo tiempo la repercusión, el escozor generado por el hecho y su reproche generalizado nos hacen ver que ese ethos cultural funesto ha cambiado y se han instalado paradigmas nuevos y exigentes que podemos celebrar.
Lo único que queda claro a estas alturas es que las implicancias del caso “Hermosilla” van mucho más allá que las de un mero episodio de corrupción y, por esta razón, habrá que ver si somos capaces de devolverle la confianza la sociedad en la vigencia de las instituciones y en la igual aplicación de la ley.