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De la KBG al Kremlin, cómo se gestó la obsesión imperialista de Putin
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Alexander Belov es frío, disciplinado, joven, atlético y habla perfecto alemán. Es el espía perfecto. Será también el espía que logrará infiltrar la Gestapo alemana y derrocar a los nazis. Belov es un personaje ficticio. El protagonista de la serie El Escudo y la Espada, que inspiró a miles de jóvenes de la Unión Soviética a unirse a las filas de la brutal KGB, la policía secreta. Uno de esos jóvenes fue Vladimir Putin.
Cuando la serie se estrenó en 1968, Putin tenía 16 años y en su escritorio ya tenía una foto de Yan Berzin, uno de los líderes de los escuadrones del Terror Rojo de Lenin y figura principal de la Cheka, como se denominaba a la predecesora de la KGB. Como muchos de los bolcheviques que pelearon en la Revolución Rusa, Berzin fue sentenciado a muerte durante la “Gran Purga” lanzada por Stalin en 1937. Su nombre quedó prohibido hasta su “recuperación” en la historia soviética en 1956.
Esta descripción no es arbitraria. Sirve para entender lo difícil que debió ser para un joven Putin obtener una foto de Berzin, tras décadas de que su nombre estuviera en la lista de traidores. Una muestra de que la admiración de Putin por Berzin era profunda.
Estos detalles están incluidos en El hombre sin rostro, de la periodista judío-rusa Masha Gessen. Es una de las biografías más completas escritas sobre Putin y ofrece un relato exhaustivo de cómo el Presidente ruso desarmó una por una las instituciones construidas tras el fin del comunismo, para poder concentrar en él todo el poder.
El libro fue publicado en 2012, y leerlo ahora, con las tropas rusas bombardeando Kiev, da escalofríos. Ya entonces sabíamos que el presidente de Rusia tenía una profunda admiración por un asesino brutal y que consideraba como una “desgracia” el fin del imperio soviético.
Más aún, ocho años antes, la periodista rusa Anna Politkovskaya había advertido al mundo del régimen neo-soviético que Putin había instalado desde su ascenso al poder en el 2000. La Rusia de Putin se publicó en 2004 y ya daba cuenta de un régimen dictatorial, nuevamente controlado por los servicios secretos. Pero intelectuales europeos y el propio EEUU mantenían viva la esperanza de haber encontrado en Putin a un nuevo interlocutor, al hombre que crearía la nueva Rusia.
Primer Acto: “Volodya”
En agosto 1999, los rusos también vieron en Vladimir Putin una luz de esperanza. El joven y atlético primer ministro era todo lo contrario al saliente presidente Boris Yeltsin. Enfermo, acostumbrado a los bochornos diplomáticos (que se atribuyen al alcoholismo), y fuertemente debilitado tras la primera primera guerra en Chechenia (1994-1996), Yeltsin era un mandatario casi ausente. Había pasado un año de la crisis del rublo y el default, y del texto de Politkovskaya casi se puede respirar la sensación de caos y vacío que reinaba.
Detalles más, detalles menos, los biógrafos no oficiales de Putin coinciden en que su nombramiento fue el resultado de un cálculo político del círculo cercano de Yeltsin. En entrevistas posteriores, Putin se ha esforzado por describir una misteriosa pero importante carrera en el servicio secreto, un rápido ascenso en los rangos burocráticos hasta su arribo al Kremlin.
Pero al igual que Gessen, en El Nuevo Zar, Steven Lee Myers describe cómo el hijo de Vladimir y Maria Putin no tuvo una carrera notable. Precisamente, si en algo coinciden las biografías de Putin es en su descripción como un “hombre gris, ordinario”, como aquel alumno que siempre se sienta en las últimas filas del salón y no destaca por nada.
Tan “pobre” era su historia, dice Gessen, que cuando lo escogieron para reemplazar a Yeltsin, sus gestores se apresuraron a crearle una. La labor recayó en el magnate Boris Berezovsky, quien controlaba uno de los principales canales de televisión del país.
Fueron sus reporteros los encargados de escribir la primera biografía de Putin, en la que se recoge su nacimiento en Leningrado, en octubre de 1952, de padres sobrevivientes del horror del asedio nazi. La ciudad sufrió una de las ofensivas más brutales, con sus accesos bloqueados por las fuerzas de Hitler durante 872 días, entre 1941 y 1944, impidiendo el tránsito de alimentos o ayuda humanitaria.
Para cuando Putin nació, la ciudad aún no se recuperaba de la devastación que acabó con más de un millón de personas.
Myers le da otro sentido a esa historia y destaca cómo el joven Vladimir creció escuchando historias de actos heroicos, incluyendo de su propio padre que logró escapar de un ataque nazi. Historias de la brutalidad nazi, pero también de supervivencia, sacrificio y heroísmo, forjaron su infancia. Su descubrimiento de las artes marciales (sambo y judo) en su juventud forjaron su carácter.
El “Volodya” -como lo llamaba en señal de amistad- que conoció Berezovsky era un joven disciplinado, frío y que había capturado su atención al negarse al recibir una coima para un contrato en San Petersburgo.
Segundo acto: El verdadero rostro
Cuando Putin partió hacia Dresden en agosto de 1985, San Petersburgo aún se llamaba Leningrado, la URSS todavía existía y él estaba por cumplir su sueño de infancia: ser un espía. Pero como detallan Gessen y Myers, la tarea de Putin en la ciudad de la Alemania Oriental, la Alemania comunista, era más bien administrativa. Sin embargo, las turbas que se tomaron las calles y las oficinas de la Stasi alemana tras la caída del Muro de Berlín en 1989 causaron una profunda impresión en Putin.
Desde entonces, habría desarrollado un disgusto por las protestas y manifestaciones democráticas. El desorden, consideraría desde entonces, era una fuerza peligrosa.
Hay una especie de nebulosa sobre lo que Putin hizo tras el colapso del comunismo. Él asegura que renunció a la KGB y que nunca estuvo vinculado a las acciones de represión de la agencia contra los propios rusos.
Su historia se retoma en 1990, cuando llega a su ciudad natal, ya no Leningrado pero nuevamente San Petersburgo, para formar parte del equipo del alcalde Anatoly Sobchak.
En él, Putin encontró un igual en su obsesión por recuperar el esplendor del imperio. Sobchak se esforzó por devolverle a la ciudad su carácter imperial, sacó las figuras de Lenin (algo que Putin critica ahora de Ucrania) y reinstauró a Pedro el Grande.
Putin no era el único ex agente de la KGB en la administración de Sobchak, en la que regían -cuenta Myers- comisiones de 20% y hasta 50% para la entrega de contratos. Si Putin se enriqueció en esa época no se puede decir con certeza, pero Myers apunta a cómo amigos cercanos del presidente aparecieron en la lista de los Panama Papers con varias cuentas offshore.
Fue ahí, manejando contratos en San Petersburgo, que Putin conoció a varios hombres cercanos a Yeltsin, incluyendo a Berezovsky. ¿Por qué lo escogieron para reemplazar a Yeltsin? Porque creían que en él tenían un hombre leal, que a cambio de llegar al Kremlin se comprometería a no perseguir a Yeltsin y los miembros de su séquito.
Si Occidente se ha equivocado con Putin, sus gestores aún más. Yeltsin renunció la noche de Año Nuevo de 1999. Rusia comenzó el nuevo milenio con Putin al frente del país.
Sí, el nuevo presidente respetó el acuerdo y su primer decreto fue garantizar que Yeltsin y su familia quedaran fuera del alcance de la justicia en los casos de corrupción que se les atribuía. Pero pocos meses después, en mayo, cuando su elección como presidente fue refrendada por un triunfo electoral con el 53% de los votos, Putin se apresuró a emitir los primeros decretos para desarmar el entramado democrático y concentrar los poderes en la presidencia (se eliminó la elección de senadores, por ejemplo). También se apuró a lanzar una campaña para renacionalizar la explotación de petróleo, gas y otras áreas estratégicas. Si iba a reconstruir el imperio ruso, Putin necesitaba recursos.
Sus gestores no esperaban eso. Tampoco esperaban que Putin, bajo un discurso nacionalista, lanzara una campaña contra los oligarcas y empresarios que se beneficiaron de las privatizaciones que siguieron al fin del comunismo. Hasta el propio Berezovsky cayó en desgracia y se exilió en Londres.
Pero como detallan Gessen y Politkovskaya, lo único que hizo Putin fue reemplazar a una élite por otra. Ahora formada por sus cercanos, amigos de su época de San Petersburgo, pero sobre todo de la KGB.
Acto Tercero: La Misión
En uno de los mejores libros sobre la Rusia de hoy, Putin’s People, Catherine Belton detalla cómo el país es gobernado por un selecto círculo de las filas del servicio secreto (ex KGB, luego FSB) y que comenzó sus andanzas apoderándose de los canales de contrabando de San Petersburgo. Hombres “duros” de la “vieja escuela soviética”, fue en este círculo, aseguran las fuentes de Belton, que Putin adquirió su misión de reinstaurar el imperio.
Toda misión requiere un plan, y Gessen incluso llega a sugerir que en el círculo de Yeltsin solo sirvieron de peones. Las bombas que sacudieron a Moscú entre el nombramiento de Putin como primer ministro en agosto 2019 y su ascenso a la presidencia podrían haber sido parte del plan para crear la necesidad de un “líder duro”. Politkovskaya, quien fue asesinada en las calles de Moscú en 2016, no se sorprendía ante la idea de que los atentados terroristas que dieron pie a la devastadora segunda guerra en Chechenia (1999-2009) hayan sido también obra de la FSB. “Los destruiremos”, dijo un frío y severo Putin, refiriéndose a los separatistas chechenos a los que se atribuyeron los atentados.
Myers, sin embargo, cree que Putin cuando llegó al poder se planteó recuperar el rol de Rusia de potencia mundial, pero dentro del escenario internacional. De ahí su colaboración con Bush, tras los atentados del 9/11 y en Afganistán. Pero esto habría cambiado cuando en junio 2002, EEUU sorprendió con la decisión de salirse del Tratado Anti-Misiles firmado 30 años antes con la URSS. Putin habría dado un giro a sus planes, molesto por la hegemonía que ejercía Washington.
Para los autores de las biografías aquí citadas, todo lo que siguió después se alinea con la descripción del modus operandi de la KGB: generar caos para que luego las fuerzas oficiales sean casi reclamadas para acudir en ayuda, ya sea en Chechenia como en Georgia, Moldova, Crimea y ahora en Donetsk y Lugansk.
Es en el exagente secreto, en el Putin rápido para la pelea y los puños en los patios de la escuela, en el nostálgico de los valores del pasado y de los actos heroicos, en quien Occidente debe encontrar la respuesta sobre los planes del Presidente ruso.
En una de líneas finales Politkovskaya condena tanto el conformismo de la gente en Rusia, que “dejó pasar” el creciente autoritarismo de Putin, como la falta de reacción de Occidente a lo que califica como actos terroristas del régimen del presidente ruso.
Un Presidente que, después de todo, como dijo en su momento Berezovsky a Gessen, “es un hombre de la KGB”.