Lecciones de Vida
Luis Fernando Moro, decorador y vendedor de tomates: “Emprender a los 79 ha sido exquisito”
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Fue algo absolutamente espontáneo. Viajé con mi señora a Europa en septiembre del 2021 a ver a un amigo del colegio que lleva cerca de 30 años viviendo en España. Fuimos todos a Ibiza. El primer día, en un restaurant, él le dice al mozo ‘por favor, me trae tomates’. ‘¿Qué te pasa, qué haces pidiendo tomates?’, le comento yo. ‘Bueno, pruébalos y me cuentas’, me responde él. ¡Estaban exquisitos!
España, aprendí entonces, es la cuna del tomate, es uno de los lugares donde más se come este fruto, donde más se goza. Lo comen al desayuno, rallado con pan, de todas formas. Fuimos a otros restaurantes y me di cuenta de que efectivamente allá estaba ese tomate que alguna vez comí en Chile hace años: el tomate tomate.
Mi amigo me dijo que en los supermercados también existe el tomate larga vida que se vende en los supermercados. Pero como en sus raíces está el gozar, está lleno de mercados que producen el buen tomate, ese con sabor. En Italia, el lugar más espectacular y bello que existe en el mundo, me pasó lo mismo. Entonces cuando volví a Chile dije ‘ya, me voy a meter en esto’.
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¿Qué hace un decorador vendiendo tomates? La verdad, este emprendimiento también tiene que ver con mi mundo, el mundo de la belleza, del placer, del goce, de la felicidad. Me acuerdo que hace mucho tiempo, cuando mi hija menor tenía como 10 años, mientras paseábamos por el campo de un amigo, me comentó ‘qué increíble cómo la pasión de él son los caballos. ¿Cuál es tu pasión, papá?’ No me salía una respuesta muy inmediata. Y ella, como niñita alborotada, me dice ‘la decoración, ¿o no?’ ‘No, no es mi pasión’, pensé.
Me quedó dando vueltas. Y le expliqué: ‘es la belleza, que es algo mucho más amplio y más profundo, y que tiene todos estos campos en el que también está el comer, porque está todo muy unido. Hay todo un deleite de la vida que tiene que ver con el sabor, con el tomate, con lo sencillo y con lo no pomposo, ni con lo superficial. Con el cuento del tomate se me unieron estos caminos. Siento que es coherente lo que estoy haciendo, porque este tomate no es sólo para alimentarse, es para regalarse un goce, darse placer.
Le comenté esta idea a mi amigo, el de los caballos. Le pedí media cuadra de su campo en Requínoa para cultivar. Me respondió: ’el gallo que más sabe de tomates en Chile es Ricardo Stambuk’. Hoy él es mi socio.
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Ricardo es un agricultor de Quillota, es de esos históricos, con familias que llevan dos o tres generaciones en esto. Su campo está en el Valle del Aconcagua. Llegué allá y le dije que andaba buscando un tomate con sabor. Es una tendencia en el mundo, nos ha pasado en muchas cosas; en el pan, por ejemplo. Comíamos un pan de molde que viene con una bolsa plástica y hoy si podemos, comemos un pan distinto. Pasó con el café, el vino, tantas cosas. También pasó que la gente se aburrió de comer tomate plástico.
Hablamos de esto y él me dijo ‘mira, la verdad es que nuestro negocio es el tomate que abastece todos los supermercados de Santiago: el tomate larga vida’. Y me explicó que está genéticamente modificado para que extienda su vida: el costo de ello, es perder sabor. El que yo vendo no es un tomate que te dura 15 días. Es, como dicen los españoles, de la mata a la boca. No es para dejarlo guardado 10 días en el refrigerador. Es para darse un placer.
Ricardo se interesó en este negocio, en esta idea. Ellos tienen muchas hectáreas, y le están dedicando a esto cerca de una hectárea. Empezamos a importar semillas y a cosechar. Hicimos varias pruebas, entre 10 y 12. Los primeros no eran muy sabrosos. Después de un buen tiempo, el año pasado, logramos sacar este tomate. Estamos muy contentos con él. Pero no quiere decir que nos vamos a quedar con este nada más. Vamos a seguir trabajando para tener un tomate aún mejor.
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Colabora con nosotros un genetista también porque va a haber que seguir avanzando en modificar la semilla para que dé más sabor. Yo quiero tener el mejor tomate, el tomate más sabroso de Chile, de aquí para adelante. Todos los tomates pueden ser un poquitito mejor, porque tuvieron más sol, porque lo sacaron más maduro, porque le dieron más tiempo. Y hoy día en el mundo hay gente que está trabajando también, al igual que yo, en desarrollar tomates con sabor, volver al fruto original.
Y para eso hay que innovar dentro del cultivo, hay que cuidarlo más, hay que poner atención. Y hay que encontrar la semilla. Eso también fue entretenido. Importamos de varias partes: de Europa, Estados Unidos, entre otros. La meta final es poder desarrollar un grano propio, que se registre y solamente la podamos usar nosotros.
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Nunca había hecho algo así, jamás, jamás, jamás. Nunca tuve relación con el campo. Mi viejo tuvo un campito chico cuando yo era niño. Ese era el vínculo agreste. Pero como te digo, en ese viaje, me fui dando cuenta de que el ver cosas lindas, el estar caminando, conocer una ciudad, unos pueblos preciosos en Italia y pedir un tomate y que éstos fueran tan buenos, empezó a unir este mundo con el mío. Con la belleza y el goce. Es un placer sencillo y honesto.
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Somos socios en 50% y 50%. Cada uno con su responsabilidad. Yo me encargo de la difusión, del marketing y de crear un relato. Porque este tomate tiene cuento, tiene un nombre y apellido: se llama Tom Moro. Es un tomate personalizado. En todo eso me ayuda Alfredo Vicuña, experto en esta materia. Juntos diseñamos el logo y toda la campaña. También el Instagram, en el que participan además mis hijos mellizos, mujer y hombre, que tienen 15 años. Son los menores de los nueve hijos que tengo. La mayor tiene 53.
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Los últimos días me los he pasado en el Jumbo Lo Castillo, estamos desde fines de diciembre vendiendo ahí. Llego en la mañana, desde que descargan a las 7 am y me quedo hasta las 8:30 pm. Hasta que las patas ya no me dan. El mueble de madera donde instalamos los tomates, lo diseñé yo. En los días de Navidad estuve todos estos días metido ahí, desde que se abre el Jumbo hasta que se cierra. Mi hija me acompaña. Los dos nos ponemos nuestra polera de Tom Moro, ella se encargaba de partir los tomates, de las degustaciones.
Es fantástico interactuar con la gente. ‘Pruébelo’, les digo a los que pasan por ahí. ‘Pero qué rico’, me decían. Entonces se produce un diálogo muy cariñoso y me siento muy valorizado, como premiado. De repente me llegan unos WhatsApp de personas que me cuentan su experiencia. Ha sido muy bonito este tiempo. Ha sido de una franca emoción.
Yo creo que este año vamos a llegar a vender unos 50.000 kilos. Todavía tenemos una producción chica y entrar al Jumbo es un salto grandote: lo logramos porque mis socios ya le venden hace 10 años, entonces ya han pasado todas las barreras. Todavía no conozco a Horst Paulmann. Bueno, es como conocer el Presidente de la República, pero quién sabe, tal vez llego a conocerlo.
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Me encanta cocinar. Soy bien cocinero. Mi vieja (Carmen Amunátegui) dio clase de cocina en mi casa desde que yo tenía uso de razón. Siempre se habló de cocina en mi casa, la comida era un gran tema y se comía muy rico. Eso también tiene mucha relación con lo que hago, con lo que soy, con lo que me gusta.
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Nunca estudié nada. Quería entrar a arquitectura, pero no me dio el puntaje. Salí del colegio, y mi viejo, que era bien estricto, me dijo ‘usted se me pone a trabajar mañana, no se va a quedar de vago aquí en la casa’. En ese momento Jorge Eyzaguirre, gran mueblista, fue a tomar unas medidas a mi casa. Mi viejo le dice: ‘tendrías una pega para mi hijo? Viene saliendo del colegio y anda buscando trabajo’. Le dije que le pegaba más o menos al dibujo.
Me citó en la fábrica, en El Salto, al día siguiente un cuarto para las 8 de la mañana. Y ahí partí de goma. Trabajé dos años ahí, aprendí muchísimo entre los palos y la viruta. Aprendí de construcción de muebles, de barniz, de tapicería. Lo pasé el descueve. Hasta que un día partí a Washington a estudiar. Pero yo ya había aprendido lo que me estaban enseñando, entonces dejé esos estudios. Y me fui a trabajar de barnizador en una tienda que se llamaba El Doctor. Me casé el año 68 y el 70 volví a Chile.
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He tenido tiendas chicas, tiendas grandes. Abrí la primera en mayo del 71, en pleno gobierno de Allende, en Santa Magdalena, Providencia. Fue la primera tienda de decoración que hubo en Chile, porque antes las fábricas de muebles tenían sus showrooms, pero no había tiendas de decoración.
Me fue súper bien porque yo venía llegando de Estados Unidos y traía ideas muy distintas. Era una especie de museo moderno: yo hacía muebles de acrílico, cromados, lacados, que aquí en ese momento no existían. Todo era de madera apolillada o de caoba, muebles clásicos. Fue como un despertar.
Y crecí harto. La tienda más grande, de 2 mil m2, fue la que tuve camino al aeropuerto, en un edificio redondo hecho por Guillermo Acuña. Fue un gran tiempo. Hubo años en que vendíamos millones de dólares. En un año hice la decoración del edificio de la Telefónica, del Citi, de Provida.
Pero también hubo momentos difíciles. Toqué fondo cuando Chile cambió el dólar, en los ‘80, ya ni me acuerdo exactamente cuándo fue. Pero de repente, se derrumbó el cuento y yo estaba con 60 personas en el equipo. Me costó sangre y sudor salir adelante. La tienda pasó a ser del banco. Después la recuperé.
Estuve ahí hasta que se acabaron los proyectos grandes de oficinas, y ahí me fui a Vitacura, a Nueva Costanera, donde ahora hay una tienda de vinos. Luego abrí una tienda chica, hasta que llegó el momento de decir ‘chao, voy a trabajar desde mi casa’. En eso estoy desde hace 10 años. Y me va bien, pero a un ritmo absolutamente tranquilo y distinto. Tengo dos diseñadoras en vez de 40 o 30.
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Lo pasé chancho en la pandemia. Como tenía poca pega, escribí un libro. Me senté acá, en esta mesa, con esta vista maravillosa (que da a las canchas del Club de Polo, en Vitacura), y me inspiré. Publiqué 500 unidades y en dos meses se vendieron todos. Se llama Los cuentos de Moro. Es un libro precioso, con el lomo cosido a mano. Todavía me queda uno. En la portada salgo yo: es una foto que me tomó Sergio Larraín de niño, con mi uniforme de colegio, y que luego intervine con el cuadro de la Venus de Tiziano. En una comida alguien le rayó la frase “te están mirando” en una esquina. No sé quién fue, pero lo hizo después de varios tintos (ríe).
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Cuando tenía 40 años, lo que quería era que la casa de quien me contratara quedara bonita, que la fotografiaran para tener más pega. Hoy siento la obligación de que si tú me contratas para que te apoye en remodelar una nueva casa, tengo que meterme a concho en eso y hacer que mi participación te aumente placer en tu vida. Si no, estoy puro hueveando.
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Emprender a los 79 ha sido exquisito. Cumplo 80 este año. Mis compañeros de curso están en otra: estoy emprendiendo y tengo hijos de 15. Totalmente en otra. La otra vez alguien me dijo ‘el casco de tu bicicleta, tu lámpara, tus libros, tu reloj, tu cinturón, todo es naranja. ¿Tú sabes que significa el color naranja? Energía’, me explicó. Y yo en realidad estoy lleno de energía”.