Punto de partida
El empresario que lo dejó todo para armar un lodge en la Amazonia Peruana
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Cuando conoció a su actual esposa, Úrsula Vera, Juan Miguel Ibieta le ofreció pasar el año nuevo juntos en la parte del mundo que ella quisiera. Él pensó que la respuesta sería París o Nueva York.
Pero ella eligió su país natal en la ciudad de Iquitos, próximo al Río Momon, en la Amazonia peruana. Allí, en el bote donde pasaron la víspera de 1998, Ibieta tomó la decisión de que la selva sería en algún momento su hogar.
21 años después cumplió su promesa.
El 2016 junto a su hija Agustina, de ahora 16 años, se fueron a Perú a conocer un lodge que un familiar de su señora estaba vendiendo en la mitad del Amazonas. Los tres volaron de inmediato, quedaron encantados con el lugar y en cuatro meses dejaron todo en Santiago.
Atrás quedaron 25 años en los negocios del courier, logística y trader. “Estoy inmensamente feliz, no me he arrepentido en ningún solo minuto de haber tomado esta decisión”, sostiene Ibieta.
El lodge
Confiesa que cuando le contó a sus cercanos sobre su proyecto, todos le dijeron que estaba loco. El lugar llamado Amazon Garden Eco Lodge cuenta con más de 10 hectáreas de jardines, un restaurante, bar y cabañas. Acá llega gente de todo el mundo.
Tiene una capacidad máxima de 36 personas, pero Ibieta explica que no reciben a más de 18 o 22 al mismo tiempo y solamente familias o grupos. Esto con el objetivo de poder mantener la atención y darle la mejor experiencia personalizada a todos.
“Aquí la pandemia no existe”, agrega Ibieta. Como si el lugar estuviese congelado en 2019, nadie utiliza mascarillas y no hay cuarentenas. Desde el lodge no le ha tocado vivir lo que hoy causa temor en todo el mundo.
En el lugar no hay internet, no hay luz, y el agua potable que tienen la genera de manera propia desde un pozo.
Actualmente produce energía a través de un motor sustentable y está trabajando en un proyecto para poder instalar paneles solares y una planta de potabilización de agua para entregar los recursos necesarios al lodge.
Actualmente las habitaciones no cuentan con wifi, frigobar, televisión ni aire acondicionado: la idea es vivir una experiencia de desconexión total. Incluso la señal de celulares es restringida.
Cada dos semanas Ibieta se traslada a la ciudad, donde hay internet, para ver qué está pasando en el planeta.
“Esta desconexión te hace conectarte con la vida de verdad. Llevo 4 años aquí y el mundo no cambia. Un loco más, un loco menos. Una guerra más, una menos. Políticos malos, políticos menos malos. Pero todo sigue su rumbo”.
Trabajando con la comunidad
La idea de irse para allá en un principio tenía como fin ayudar a quienes ahí viven.
Cuando nació su hija Agustina, pensó en que ella podría estudiar medicina y él compraría un bote grande para transformarlo en clínica, y así solidarizar con los habitantes de la zona y ayudar a mejorar sus condiciones de vida.
Después pensó en irse a evangelizar a la zona. Pero cuando llegó se encontró con una realidad bien distinta del catolicismo. Ahí entendió que no tenía por qué tratar de convertir a la gente del lugar en sus creencias.
“Yo vine a intentar cambiar y mejorarles la vida. Cada día que pasa voy en el sentido inverso, y ellos me cambian la vida a mí. No los toquen, no nos estorben, no los molesten, para así no destruir su vida”, es ahora su mantra.
De estos años de trabajo en comunidad ha aprendido de la generosidad. Dice que los lugareños salen a pescar, a cazar o a buscar fruta y vuelven cada día.
“Son gente que no tiene nada. Y eso que traen, que puede ser mucho o poco, lo comparten, porque son comunitarios”.
En tiempos normales las reservas hay que hacerlas con más de tres meses de anticipación, esto ya que suelen recibir a grupos pequeños de personas. Como en todo el mundo, la pandemia bajó el ritmo.