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Lecciones de Vida

Chileno que fue primer infectado de Covid-19 en Nueva York: “Yo estuve a punto de morir, pero me devolví"

Chileno que fue primer infectado de Covid-19 en Nueva York: “Yo estuve a punto de morir, pero me devolví"

"Era marzo del 2020, y en el box del hospital de NY nadie sabía qué hacer conmigo: no existían aún protocolos. Fui el primer contagiado en toda la red Mount Sinai, que cuenta con 8 hospitales y 13 centros de atención", relata Rodrigo Saval en esta lección de vida.

Por: Isabel Ovalle | Publicado: Domingo 25 de abril de 2021 a las 04:00
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Se cumple un año desde que desperté, tras 37 días en coma y entubado. No lo voy a olvidar jamás, fue el 12 de abril, un Domingo de Resurrección. Algo me traía de vuelta a la vida. ¿Por qué sobreviví? Aún me lo pregunto.

Esta guerra de tiros en plena oscuridad partió mucho antes, en febrero del 2020 cuando visitaba a unos amigos en España después de haber acompañado a mi amiga Patricia Ready a una feria de arte en Málaga. El 22 de ese mes me reuní con un grupo de amigos en Madrid. Entre ellos una pareja de chilenos que venía llegando del carnaval de Venecia. A esas alturas el coronavirus era una novedad en Europa, inclusive en Italia que fue donde partió con más fuerza. De hecho, el carnaval se hizo igual, pero al exterior.

El 28 de febrero me tomé un avión a Chile. En medio del vuelo, sobre el Atlántico, recuerdo que sentí la sensación de que me pegaban un combo fuerte en las costillas, pero logré dormirme y llegar bien a Santiago. En ese entonces nadie sabía si se contagiaba desde el primer minuto o días después. Estuve unos días en Chile antes de ir a Nueva York. En ese tiempo aproveché de almorzar con mis papás, de 83 y 89 años, y hacer un par de trámites de oficina (es director ejecutivo de los laboratorios Saval y del family office de la compañía familiar).

Antes de irme de la casa de mis papás, mi mamá me habló con ojos llorosos: “No quiero que viajes, Rodrigo”. En 2019 ella había sufrido un derrame cerebral que la dejó más sensible. “Pero mamá, si yo viajo muchas veces, ¿por qué te preocupas?”, le planteé antes de despedirme con un fuerte abrazo.

Mi primera “alerta” ocurrió la noche del 2 de marzo, cuando me duché. Sentí que perdía el olfato. Y lo que pensé fue: “Esto es un resfrío”. Al día siguiente, mientras hacía mis maletas, me puse el termómetro porque me sentía débil. Marcó 36° por lo que no me preocupé, pero me llevé una pila de remedios y antibióticos para todo tipo de resfríos. En el avión me hice amigo de la niña que iba sentada al lado mío. Antes de bajarme intercambiamos teléfonos por si salíamos a comer algún día.

Aterricé en Nueva York y me fue a buscar Nancy, una chofer ecuatoriana que conozco hace tiempo. Camino a mi casa no vi a nadie con mascarillas, todo parecía igual que siempre. Me dejó en el departamento y cuando llegué no tenía fuerzas ni para desarmar la maleta. Me sentía afiebrado, con falta de aire y una sensación rara en el cuerpo. Al día siguiente me llamó desde Santiago mi amiga chilena con la que había estado en Madrid, para contarme que se había contagiado de Covid-19 en Venecia. “Rodrigo, hazte un PCR ahora, mira tu voz, apenas puedes hablar”, me dijo. Llamé al servicio de urgencia, y a la hora llegaron tres “astronautas” para llevarme a la clínica. Ahí sentí que partió el infierno.


En el box del hospital nadie sabía qué hacer conmigo porque no existían aún protocolos. Me hicieron una radiografía que confirmó que tenía neumonía y me hicieron un PCR que mandaron a chequear al Center for Disease Control and Prevention en Atlanta. Era el primer contagiado en toda la red Mount Sinai, que cuenta con 8 hospitales y 13 centros de atención. ¡Y me mandaron a la casa a esperar! Me fui caminando porque me queda cerca, pero sentí que en cualquier minuto caía desplomado en la calle. Aunque suene irónico, le había dicho a mis amigos que, en caso de morirme, me cremaran y tiraran las cenizas al rio Hudson, para no molestar a mi familia con la repatriación.  

Era marzo del 2020, y en el box del hospital de NY nadie sabía qué hacer conmigo: no existían aún protocolos. Fui el primer contagiado en toda la red Mount Sinai, que cuenta con 8 hospitales y 13 centros de atención.

En mi casa aproveché de llamar a mis papás y mi hermano, a la chica que conocí en el avión y a la chofer. Mi mamá estaba con los primeros síntomas. Me aterré. Me llamaron de Atlanta para confirmarme que había dado positivo y que debía internarme. Cuando me fui supe que de los 96 departamentos de mi edificio, quedaron solo 22 con personas viviendo ahí. ¡Todos arrancaron!

Cuando llegué al hospital todos me miraban y se alejaban. Divisé unos hombres vestidos de negro con micrófonos que hablaban mientras pasaba en la camilla. No voy a olvidar la cara de la doctora Woods cuando me dijo que me iban a entubar. Era preciosa, muy parecida a la Nicole Kidman. “Tranquilo Roudrigou”, me dijo. Le di el contacto de mi hermano Francisco y de Larry, mi mejor amigo y vecino en Nueva York. Y de ahí no supe más hasta 37 días después, cuando desperté sin entender nada, en una pieza entera de vidrio y sin luz natural.

Al abrir los ojos noto que todos aplauden, veo en sus ojos un nivel de cariño, de emoción y de satisfacción tan grande que no era capaz de dimensionar. “You are a miracle”, me dijo Joseph Mathew, el doctor a cargo del equipo. Lo primero que hago es tocarme la cara. ¡Tenia barba! Jamás me la había dejado crecer y mis manos apenas respondían porque había perdido el 100% de la musculatura de mi cuerpo además de 10 kilos. Me ofrecieron conectarme con mi familia por Zoom.

"¿Qué es eso?" les pregunté por medio de una pizarra porque seguía entubado. Me pasaron un tablet y veo a toda mi familia y amigos conectados al mismo tiempo y llorando de emoción. Ahí supe que mi mamá había estado hospitalizada dos días por Covid. No aguanté mucho rato frente la pantalla porque mi capacidad emocional sobrepasaba mis energías. Me pasaron mi teléfono y tenía mil mensajes en WhatsApp.

A los pocos días me sacaron el tubo y me hicieron una traqueostomía para poder hablar. Nunca, nunca jamás sentí dolor. Doctores y enfermeras de manera voluntaria me cuidaban. No voy a olvidar a una que dejó a 7 hijos en su casa para arriesgarse con pacientes infectados. Y otra que solo se dedicaba a darle la mano a quienes cuidaba. Ellos sufren mucho, y cuesta entender que haya personas que no acaten los protocolos y medidas sanitarias. ¡Esto es una guerra!

Veía cómo sacaban a los cadáveres víctimas de la pandemia por el pasillo y siempre les preguntaba a las enfermeras cuántos años tenían. Todos eran mayores que yo, hasta que me contaron de uno mucho más joven y me asusté porque yo seguía dando positivo en los PCR. Llevaba 51 días hospitalizado hasta que una enfermera me dice que salí negativo y que me podía ir a una pieza normal. No lo podía creer.

Lo primero que pedí fue un chocolate Milkyway, porque no soportaba el sabor que tenía en mi boca. Empecé a escuchar con frecuencia la canción “Here comes the sun” de los Beatles, y me explicaron que la transmitían por todo el hospital cada vez que daban de alta a un paciente.

Dos días después fue mi turno. 500 pacientes habían salido en todo el tiempo que estuve ahí. De alguna manera, yo había sido el conejillo de indias y me pidieron grabar un video para levantar la moral del personal médico. ¡¿Cómo no?! Una enfermera se demoró tres horas en afeitarme y arreglarme. Y cuando salí del hospital todo el personal me despidió con aplausos y globos, mientras que una periodista de la NBC me esperaba para hacer una nota. No podía creer todo lo que me había pasado.


Solo me quedaba recuperarme para poder volver a Santiago. A mi padre lo habían diagnosticado con un cáncer al cerebro y necesitaba llegar a despedirme. Me puse a ejercitar mis piernas, primero con un burrito y luego con un bastón caminando por Central Park. Quedé con algunas secuelas en los pulmones, en los riñones producto de las diálisis a las que me sometieron y con taquicardias.

El 5 de junio volví a Chile y me fui directamente a vivir con mis papás. Tenía 58 años y había dejado esa casa a los 18: cuatro décadas después volvía al mismo lugar. Al mes y medio murió mi papá. Cuando estaba agonizando recordé un sueño que tuve durante mi coma. Era una luz muy fuerte y cálida donde al fondo había alguien que me esperaba. En ese momento lo dejé ir y le perdí el miedo a la muerte. La muerte es el último regalo que te dan. La muerte seguramente es una sensación placentera. Yo estuve a punto, pero me devolví (rie)".

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