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Lecciones de Vida

Mariana Díaz: “Nunca me hubiera perdonado no ir a Ucrania”

Mariana Díaz: “Nunca me hubiera perdonado no ir a Ucrania”

Mariana Díaz (37) vive en roma desde 2003 y fue la primera periodista chilena que llegó a cubrir la invasión rusa a Ucrania. Aquí cuenta que siempre trabaja sola, que ha reporteado terremotos y atentados en Europa, pero que nunca había llegado a una guerra.

Por: María José López - Fotos: Mariana Díaz | Publicado: Sábado 5 de marzo de 2022 a las 04:00
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El lunes 28 de febrero prometía ser un día más tranquilo que los anteriores: autoridades rusas y ucranianas se juntaron a conversar. A buscar un acuerdo que no llegó. Hubo un par de horas de silencio, y ya al rato, todo se puso violento de nuevo. Mientras fumaba un cigarro afuera del hotel en Kiev cayeron dos bombazos: el piso vibró muchísimo.

Es la explosión más fuerte que he sentido desde que estoy acá. Entré corriendo, había dejado mis cosas arriba en mi pieza, así es que fui a a buscar todos los cables, computadores, cámaras y bajé lo más rápido posible.

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Llegué por primera vez a Ucrania a fines de enero. Vivo en Roma, soy corresponsal de Canal 13 en Europa y me encargaron la cobertura del conflicto cuando aún estaba confinado a la Región del Dombás (en la frontera este con Rusia, que incluye las provincias separatistas de Donetsk y Lugansk). Llegar a ahí fue una travesía, pese a que aún no se desataba la guerra.

Fue un viaje súper riesgoso -por auto, desde Kiev-, de muchísimas horas y nadie aseguraba que después nos dejaran pasar. Tengo pasaporte chileno, y para ellos es poco conocido, muy, muy raro.

El primer destino en Ucrania fue Zaporizha, una ciudad ubicada al sur, donde nos organizamos para los días siguientes. Venía sin fixer (facilitadores de idioma, traslado, entre otras), tenía que arreglármelas con el idioma... todo era demasiado difícil.

Fui a una estación de buses y pregunté si había uno que me llevara a Donetsk. Me dijeron “absolutamente no: los rusos llegan hasta ahí”.

Entonces averigüé para cualquier ciudad del Dombás. Me hablaron de Kurajovo, y partí. Se ubica a 50 km de Donetsk, pero el bus era antiguo, muy precario, y el viaje tardó seis horas.

Reporteamos todo lo que había alrededor de Donetsk: ahí se ubican los pueblos que han sido bombardeados durante estos ocho años de guerra civil.

Para poder comunicarme, contacté a un chico chileno que vive en Ucrania y que habla algo de ruso. Todo Ucrania es habla rusa, pero esa zona en particular es más aún. Conversamos con los vecinos para entender cómo vivían el conflicto. Nos contaban que tenían miedo.

Reporteamos ahí cerca de diez días. Luego regresamos a Kiev y yo volví a Roma, donde vivo.
A los pocos días, el conflicto escaló y regresé a Kiev. Tuve mucha suerte porque tomé el último avión que llegó a Ucrania, con la aerolinea low cost Ryanair. Fue un viaje de 2 horas 45 minutos desde Italia, aterricé a las 7 de la tarde del miércoles 23 de febrero. Creo que a las diez de la noche cerraron el espacio aéreo. El aeropuerto estaba casi vacío.

Vine sin camarógrafos ni equipos técnicos. Siempre trabajo sola. Para grabar utilizo un trípode y un teléfono. Me especialicé en periodismo móvil o mobile journalist. Y todo lo hago yo, edición, todo. Y me funciona muy bien, cuando voy a grabar ya sé lo que quiero y al editar tengo la historia en la cabeza.

Cuando llegas a entrevistar con un teléfono la gente se asusta menos, sobre todo en un momento delicado. Todos tenemos uno, todos nos sacamos selfies, es una barrera menos para dialogar.

Llegué a Kiev, al Hotel Ucrania, en la Plaza de la Independencia, en pleno centro. Después de despachar mi trabajo para Teletrece, me fui a acostar. Como a las 4 de la mañana sentí el primer bombazo. ¿Qué pasó? No me asusté mucho, pero con la segunda explosión, me puse más alerta. El hotel estaba lleno de periodistas y los escuché correr por los pasillos.

Y ahí partió todo. Ahí comenzó la locura. El hotel cerró sus puertas, nos quedamos solos y las personas que ahí trabajaban nos recomendaron irnos, porque un hotel vacío en situación de guerra no era muy seguro. Llegamos al Radisson, que tiene un búnker y medidas mínimas de protección.


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Vivo en Roma desde 2003. Llegué para estudiar en la Universidad La Sapienza, porque me gustaba mucho esta ciudad, y me fui quedando. Ya han pasado casi 20 años. Aquí he cubierto el inicio de la pandemia, viajé a Japón, a Yokohama a cubrir sobre un crucero varado a causa de una pareja con coronavirus, cuando recién partía la crisis sanitaria.

He reporteado los terremotos en Europa, como el de Turquía; atentados, y situaciones de ese tipo. Esta es mi primera guerra. Siempre quise ser periodista. Admiraba a Oriana Falacci, nunca he trabajado en Chile, en Italia fui conductora de un programa de tv y como periodista en una revista de geopolitica.

Cuando me pidieron venir en enero, acepté de inmediato. Me interesaba entender lo que estaba pasando. Acepté también con un poco de inconsciencia, porque uno no sabe en realidad a lo que se expone. Pero en este segundo viaje, ya sabía a lo que venía. Tenía sentimientos encontrados: personalmente tenía mucho miedo, sí, pero también era un desafío tremendo.

Y ganó la parte profesional, ganaron las ganas de estar acá, y poder contar yo lo que está sucediendo. Me tomé un día para reflexionar. Sabía que iba a aceptar. Pero me tomé el tiempo para acallar el miedo.

Jamás me habría perdonado profesionalmente no haberlo hecho. Me hubiera gustado prepararme más. Todo corresponsal de guerra hace cursos de primeros auxilios, yo no lo alcancé a hacer. Leí el manual de Reporteros sin Fronteras, donde dan consejos básicos, pero claro, sería ideal especializarse.

De todos modos, la maleta para la guerra es diferente. Además de ropa abrigada -había menos de cero grados afuera-, y muchas muchas baterías de repuesto, llevé un dibujo muy especial que me regaló un familiar, me lo hizo antes de venirme. Un día que tuve que evacuar, corrimos a las piezas a buscar lo esencial. Yo recogí el dibujo.


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Mi día a día en Kiev tenía un horario más o menos establecido. Estuve en un hotel famoso, cómodo, pero nuestras habitaciones no las utilizamos para nada más que ducharnos, a eso de las 11 de la mañana cuando la situación en cuanto a bombas es más tranquila. El resto, vivimos en el búnker. Tratamos de ir a terreno, pero no pudimos alejarnos mucho.

La primera vez que salí del hotel me encontré con un tiroteo y la segunda, con un bombazo. Durante el día los periodistas despachamos a los canales. A las 11 de la noche era mi único break del día: esperaba hasta las 2 de la mañana para hacer la transmisión en vivo. A las 4 am partía a dormir al búnker, que en realidad era el estacionamiento subterráneo del hotel que se habilitó para esta emergencia. Dormimos todos juntos.

Los primeros tres días no pegué un ojo. Tenía que esperar los despachos y luego empezaban las bombas. Hasta que nos instalamos para siempre en el búnker. El cansancio en las noches era extremo, caía rendida, no necesité remedios para conciliar el sueño.

Mi litera, un sillón con mantas, estaba junto a la de Elisabetta Piqué (corresponsal de La Nación Argentina). Compartimos toda esta cobertura acá y nos hemos hecho muy cercanas.

Las dos vivimos en Roma, pero no nos conocíamos demasiado. Compartimos un chat con un grupo de corresponsales y, antes de venir, pregunté si alguien viajaba, para compartir fixer. Nos vinimos juntas por eso. Cuando llegamos, los productores locales y traductores desaparecieron porque la situación se puso extremadamente compleja, la gente huyó.

El miedo aquí es real. Me dan lo mismo las funas.

Nos las arreglamos entre las dos. Buscamos alguien que hablara en inglés y así entendíamos. Pero hubo dificultades cotidianas. Un día en la plaza cerca del hotel llegó un camión de militares ucranianos que dijeron cosas a la gente. No entendimos el diálogo. En esos casos, no quedaba más que que apelar a las señas y ver cómo reaccionaba el resto, si ellos corrían, nosotros corríamos.

En estas situaciones, uno entra como en un trance. No te cuestionas lo que está pasando ni qué va a pasar mañana, ni si caería una bomba cerca. Traté de no hacerlo porque cada vez que pensaba en eso me asusté mucho. Temía que me paralizara e interferiera en el reporteo. Suena raro, pero como que empiezas a normalizar la situación. El otro día estaba escribiendo, y escuché una bomba más o menos lejos. Y no me moví.

Alguien reclamó por Twitter que se notaba mi miedo en mis despachos. Se critica a periodistas por cómo hacen su trabajo, a otros por figurar. Ninguna crítica que venga de alguien que esté sentado en la comodidad de su casa, vale. El miedo aquí es real. Me dan lo mismo las funas.

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Con Elisabetta éramos las únicas extranjeras del hotel. El resto, eran refugiados ucranianos de Kiev. Son personas muy amables, generosas. Hasta nos cuidaban. Nos preguntaban si teníamos hijos y si habíamos comido. Este es un momento mucho más difícil para ellos, pero se preocupan de nosotros.

En el hotel hay un comedor común. Ahí, todos comen juntos casi siempre, cuando no, dejan unas bandejas grandes. Van pasando los días y las cosas se van acabando. Al principio comíamos dos veces al día, ahora se come una. El otro día había milanesas partidas en dos: no alcanzaban para todos. En los supermercados comienza a faltar también la comida. Se ven estantes de fruta, verdura y agua vacíos.

Alojé con los empleados del hotel y sus familias. Había cinco niños entre 5 y 10 años. Y una señora anciana con Alzheimer. No entendía lo que pasaba, su hija le trataba de explicar, pero ella se daba vueltas caminando por el estacionamiento. Quizá está buscando su casa, o algo que le recuerde la vida que tenía hace una semana.


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Llegué sin fecha de retorno. Había que buscar el modo para volver, a través de una embajada o de alguien que te pueda llevar a la frontera. Y eso también implica un un viaje largo. El jueves 3 de marzo las fuerzas rusas tomaron la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, localizada al sureste de Ucrania.

El ambiente se puso muy muy tenso. Por coincidencia, ese mismo día en la mañana pude partir a Roma, vía Polonia. Es bueno hacer rotaciones en el equipo, es una situación de conflicto y se necesita descansar después de un largo rato cubriendo. ¿Volveré? Quién sabe.

Tengo familia en Roma y Chile, no quiero dar detalles, por mi trabajo prefiero mantener ese lado privado. Pero claro, estaban preocupados, me mandaban mensajes todos los días preguntando ‘cómo estás, cuéntame si estás bien, cuéntame si comiste’.

¿Qué va a pasar? Al menos hasta este momento parece no haber una salida a este conflicto, porque Rusia exige que la gente de Ucrania no entre a la OTAN y que Crimea sea reconocida oficialmente como territorio ruso. Por otro lado, Ucrania firmó para entrar a la Unión Europea.

Entonces, pareciera que ninguna de las dos partes va a renunciar y no sé qué salida podrá tener. Creo que el conflicto va a ser muy largo. Quizás haya un alto al fuego, como lo que ocurrió con el Dombás, donde de jueves a domingo por ocho años no hubo enfrentamientos.

Con los ucranianos que hemos conversado, dicen que antes del conflicto no estaban muy de acuerdo con Zelensky, a pesar de que llegó a la presidencia con más de un 70% en 2019. Durante estos años su popularidad bajó mucho. Pero este conflicto ha transformado su figura, se ha vuelto casi como un padre protector de la nación.

Aquí creen que Putin está loco. Que la solución sería que un amigo, o alguien de su gobierno, le diera un tiro porque el tipo enloqueció. No puedes obligar a un país independiente que forme parte de otro. Ningún testimonio que he recogido, le da la razón en algo a Putin.

Ni siquiera cuando estuve en el Dombás, la región separatista. Veo a la gente pro Rusia con miedo a hablar. Tenía una entrevista telefónica concertada con dos de esas personas. Cuando llamé, no me respondieron más el teléfono. Me enviaron un mensaje diciéndome que tenían miedo de hablar: ‘Mi vecino me podría escuchar y no quiero que eso pase’. Me imagino que su posición dejó de ser favorable a Rusia.

Cuando estuve en el Dombás, conocí a Olga, una señora que vivía a 50 metros del checkpoint, en la frontera donde están los militares rusos. La casa de al lado se había caído y la de ella tenía hoyos de balas. Olga no tenía dónde ir, nos contó cómo vivía, nos mostró su casa, nos dejó entrar, nos dio café, pan.

Vio que teníamos mucho frío, llevábamos mucho tiempo en la calle, estaba nevando, nos acogió. Me conmueve y me preocupa pensar que no sé nada de ella. No sé si está bien, si su casa la bombardearon, si tuvo que salir corriendo de ahí, si la asilaron. Si se transformó en una de los miles de desplazados. No lo sé.

Hasta hace 10 días era impensable que la situación tuviera una escalada como esta. Entonces de verdad no se imaginaban que iban a transformarse en desplazados, vivir en un búnker, que los hijos no iban a poder seguir yendo al colegio y que no van y que no saben qué va a pasar”.

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