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Alejandra Tagle, la otra mitad de Boragó: "Si yo soy el motor, Rodolfo es la bencina"
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Dice Alejandra Tagle que estaba sentada en la barra. Era agosto del 2007 y se celebraba el cumpleaños del chef Christopher Carpentier en su restaurante C, en Vitacura. Ella lo conocía porque, como arquitecta, había trabajado en la iluminación y en el diseño interior de ese lugar. De pronto a su lado se sentó alguien que ella no conocía. Se presentó como Rodolfo Guzmán. Con el ruido alrededor, no le entendió bien el nombre. Apenas distinguió la letra R y fue así como, más tarde esa noche, lo guardaría en su celular. Hablaron cosas a las que ella no prestó mayor atención. A la hora de irse, ella decidió dejar su auto en el estacionamiento y él se ofreció a llevarla.
“Todo lo había planeado el hermano del Coco Pacheco, Memo. Me había llamado para pedirme que fuera. También había llamado a Rodolfo. Fue como una cita a ciegas, pero nosotros no sabíamos”, cuenta ella. “Yo a él lo encontré ‘dije’, pero fome. Me fue a dejar, me pidió el teléfono. Y yo tan pesada, le dije: ‘Pucha, ¿sabes qué?, somos como peces de distintas peceras, feliz de que seamos amigos, pero no estoy pensando en nada más’”. Se bajó del auto, pero antes igual guardó su número de teléfono.
“Pasaron dos semanas. Me llamó, yo estaba con un amigo que me decía: ‘Contéstale, se ve un buen cabro’. Respondí y él me invitó a un matrimonio. Dudé, pero al final acepté. Fuimos y ahí se me reveló como otra persona. Conversamos, conversamos, conversamos. Y no nos separamos nunca más”, recuerda Alejandra, sentada esta tarde de agosto en su oficina del segundo piso del Boragó, el premiado restaurante donde ella y el chef Rodolfo Guzmán -su marido- son socios en partes iguales.
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En el primer piso, en la cocina, ya empieza el movimiento de los cocineros. En el comedor ya pronto comenzarán a llegar los primeros comensales. Allí, en ese mismo lugar, hace 17 años estaba la barra donde comenzó esta historia compartida.
Arquitecta de restaurantes
Alejandra Tagle es la mayor de cuatro hermanas. Sus dos padres son ingenieros civiles: él con especialidad en minas; ella en química. “Es una familia entretenida, que parece italiana pero no lo es. Ruidosa, sentada en mesa larga, todos hablando fuerte. Mi papá, claro, el hombre de la casa, pero subyugado a todas estas mujeres”, señala. “Él siempre nos alentó a tener voz propia. Nos habló de que no había una diferencia, independiente de que hubieran roles o que unos hicieran una cosa y otros hicieran otra, que no estaba todo escrito”.
Al salir de la enseñanza media -“las Monjas Inglesas, el primer colegio de mujeres en Chile”, precisa-, no sabía qué estudiar. Le gustaban muchas cosas: la historia, la física, la oceanografía, el teatro, la química. “Me interesaba también la comida y la alimentación, tengo un TOC desde chica de leer todas las etiquetas de los productos”, confiesa.
Optó por Arquitectura en la Universidad Mayor. “Revisé la malla de la carrera, vi que tenía física, historia del arte, matemáticas, geometría. También tenía eso de habitar los territorios, la historia del hombre, la antropología. Con esa variedad, después me podía dedicar en profundidad a alguno de esos temas”. Después de titularse empezó a trabajar en iluminación de espacios, luego en diseño interior y así fue como llegó casi a especializarse en restaurantes. Con trabajos como los que hizo en el C y que esa noche de 2007 la llevaron a sentarse en la barra de ese local.
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Creó su propia empresa de arquitectura, a la que llamó Alycia. Muchos pensaron que era un juego entre “Alejandra y compañía”, pero la razón es más personal: “A mí siempre me gustó el cuento Alicia en el País de las Maravillas. Eso de abrir una puerta o una ventana y que aparezca algo más. Entonces busqué una manera de personalizar a mi Alicia y le puse una y”. Era la segunda mitad de los 2000. Partió en un pequeño departamento en Alonso de Córdova. Después fue creciendo y agregó una constructora en la misma empresa.
“Empecé a tener proyectos, restoranes, chiquititos, comenzaban recién los locales de sushi -explica-. De paso, aprendí muchas cosas, a manejar Excel, a manejar personas, los trámites con los seremi, la operación y la mecánica de una cocina, la manera de rentabilizar un espacio. Me llamaban de distintos restoranes para hacer restoranes, te empiezas a especializar en un nicho que hasta entonces no existía. También hacía asesorías”.
“Empecé a tener proyectos, restoranes, chiquititos, comenzaban recién los locales de sushi. De paso, aprendí muchas cosas, a manejar Excel, a manejar personas, los trámites con los seremi, la operación y la mecánica de una cocina, la manera de rentabilizar un espacio. (...) Te empiezas a especializar en un nicho que hasta entonces no existía”.
Fue en esa fecha cuando se le cruzó Rodolfo Guzmán y todo se dio rápido: el inicio de la relación, la petición de matrimonio en enero de 2008 y el casamiento en noviembre de ese año. Pero había algo más: de a poco, Alejandra Tagle empezó a desembarcar en Boragó, que Guzmán había creado en febrero de 2007 y que hacía malabares para mantenerse a flote. El mismo chef ha reconocido que esos primeros años del restaurante eran “económicamente imposibles”. No despegaba. Varias veces incluso pensó en venderlo.
Había que hacer algo: mientras él soñaba con una gastronomía en sintonía con la naturaleza y con insumos locales, ella se convencía de que -para que el sueño de Guzmán no naufragara- debía ordenar y optimizar la administración.
El Principito sin capa
“Con la constructora que hacía restoranes, yo había aprendido varias cosas sobre el funcionamiento de ellos. Entonces me di cuenta de que en el restaurante de Rodolfo la parte administrativa necesitaba ayuda, porque hasta entonces todo lo hacía él. A mí lo que me atrapó de Rodolfo fue su bondad, su creatividad y su optimismo real con su proyecto. Y eso es algo que de repente no convive con ciertos quehaceres del minuto: ocupar tu espacio mental con esos quehaceres te restringe la creatividad”, señala.
Así que ella decidió solucionar esos quehaceres. Empezó con una ayuda bien delimitada. En Alycia trabajaba una persona encargada del trabajo administrativo que comenzó a ir los miércoles en la tarde al restaurante. Luego lo hizo el día entero. Después fueron dos días, y la propia Alejandra iba también. Hasta que Alycia se llevó toda la contabilidad, administración y recursos humanos de Boragó a sus oficinas. “Rodolfo aceptaba toda la ayuda”, recuerda ella.
Acordaron también cambiar de local. Dejar el pequeño espacio en Vitacura –“que yo había pintado, le había puesto un espejo”, señala ella- y cambiarse a otro lugar que fuera mejor vitrina para el restaurante.
“Yo había conocido a varios chefs y me había dado cuenta de que necesitan un soporte, una plataforma. Si no estaban en el lugar correcto, con la gente correcta, es muy difícil que se puedan validar. Además, en ese tiempo, había cronistas gastronómicos que les molestaba este niño, porque tenía ojos celestes, y lo trataban mal. Le decían ‘El Principito sin capa’. De una crueldad, de un bullying que hoy no podría existir. Entonces había que estar al lado de personajes con los cuales ellos no se atrevieran a meterse. Teníamos que hacer un cambio”, recuerda.
Cuando ella sugirió mudarse a Nueva Costanera, Rodolfo se complicó: que era carísimo, que estaba fuera de su alcance, que no tenía inversionistas, que el restaurante “iba al dos y al tres”. Pero Alejandra insistió. Estaba segura de que el chef debía lucir al máximo su potencial. “Nos demoramos harto. Decidimos poner todos los huevos en la misma canasta. Cerré la parte constructora de Alycia, me quedé sólo con arquitectura, y todo lo que tenía lo orienté hacia el nuevo lugar. Recuerdo que Rodolfo se enojó, me dijo: ‘¿Cómo me haces esto?, ¿cómo ilusionarme con algo que sabemos que no se puede?’. Pero yo sentía de guata que había que hacerlo”.
"Me di cuenta de que en el restaurante de Rodolfo la parte administrativa necesitaba ayuda, porque hasta entonces todo lo hacía él. A mí lo que me atrapó de Rodolfo fue su bondad, su creatividad y su optimismo real con su proyecto. Y eso es algo que de repente no convive con ciertos quehaceres del minuto".
Se mudaron en abril de 2010. A la casa donde antes había funcionado el restaurante Agua. Alycia se encargó de la remodelación y la arquitectura. Y se instaló en el segundo piso, convertida ya oficialmente en el cerebro administrativo de Boragó, cuya gastronomía se desplegaba con nuevos aires en la planta baja.
Shot de energía
El punto de inflexión vino en 2013. Boragó fue incluido en el lugar 8 de los Latin America’s 50 Best Restaurants. La premiación fue en Lima. Alejandra viajó junto con Rodolfo a la capital peruana. Para entonces, ella ya estaba trabajando 100% con él, en cómo manejar los números, proyectar, programar, “para que el proyecto se sostuviera en el tiempo”, comenta. Podía hacerlo con dedicación total: el año anterior había cerrado definitivamente Alycia, después de cinco años de funcionamiento.
“Ese 2012 estaba por nacer mi segunda hija -hoy tienen cuatro, entre 13 y 8 años-, y eso obliga a reordenar los tiempos. A mí me gusta hacer hartas cosas a la vez, pero creo que uno no puede hacer bien muchas cosas al mismo tiempo. Conversé con Rodolfo lo de cerrar Alycia y me preguntó si estaba segura. Me dijo: ‘¿No será mejor que yo sea tu secretario y tú sigues con tu oficina?’. Pero dije no: quería ser yo quien pudiera estar entrando y saliendo y no en la primera línea; yo quería escoger si ser vista o no. Cuando tú te expones, eres más preso que libre. Además, no era dramático: yo creo que nada se pierde, sino que todo se transforma”, señala.
La premiación en Lima ayudó a visibilizar Boragó, lo que se tradujo en más clientes. Muchos de ellos extranjeros. “Sentimos que había partido la carrera. A Rodolfo se le disparó aún más la creatividad. Fue como un shot de energía para todos. Como dice Rodolfo, es como la historia de la Cenicienta, porque siempre te habían relegado, siempre atrás en la fila, y de repente viene esto, que te permite existir y brillar”, comenta. En los años siguientes Boragó no saldría más de esa lista de mejores restaurantes, y no sólo a nivel regional: en 2015 debutó entre los mejores 50 del mundo, donde hoy ocupa el puesto 29. Guzmán, de paso, se convertiría -coinciden los críticos gastronómicos- en el chef chileno más reconocido en el exterior.
En medio de todo eso, en enero de 2019 el restaurante se cambió a la que es su actual ubicación en Monseñor Escrivá de Balaguer. Al mismo lugar donde alguna vez estuvo el C y esa barra que juntó a quienes son hoy las dos mitades que forman Boragó.
Los peces
La razón social de Boragó es Guzta, palabra formada por la unión de los apellidos de sus dos socios: Guzmán y Tagle. “Aunque es también un juego con la palabra gustar”, añade ella. Actualmente en el restaurante trabajan cerca de 50 personas, de las cuales 20 son cocineros.
Alejandra Tagle estuvo mucho tiempo sin darle un nombre específico al rol que desempeña en Boragó. Su decisión de estar en la retaguardia, sin hacer ruido, iba bien con eso. Hasta que hace dos años, por asunto prácticos, como firmar papeles con el extranjero por ejemplo, se vio obligada a buscar un cargo. Optó por el de chief of staff.
“La idea es la de un gran coordinador, un jefe de gabinete. La persona que está detrás y que deja que el presidente, el CEO, quien esté a cargo en la primera línea, pueda pensar claramente y que todos los ecosistemas al interior de una organización funcionen”, explica.
Cada vez que Rodolfo Guzmán habla en público, agradece a Alejandra Tagle. Varias veces la ha llamado “su motor”. “Creo que tal vez lo más preciso sería decir que somos motores cruzados -dice ella-. O que si yo soy el motor, Rodolfo es la bencina. Sin combustible, sin algún tipo de energía, ningún motor puede operar solo”. Se queda pensando un momento. Y trata de precisar la relación que han desarrollado con su marido y socio. “Para mí somos como el yin y el yang, pero en constante movimiento. A veces uno está arriba, el otro abajo; y luego lo contrario. Todo muy dinámico”.
“Creo que tal vez lo más preciso sería decir que somos motores cruzados -dice ella-. O que si yo soy el motor, Rodolfo es la bencina. Sin combustible, sin algún tipo de energía, ningún motor puede operar solo”.
Guzmán, aclara ella, “es un artista, entonces necesita su propio espacio, que no es poco. Cuando me metí en esto, sinceramente no tenía idea lo que significaba compartir la vida no con un cocinero, sino con Rodolfo que para mí es un naturalista. Su relación con la naturaleza la entrega a través de la cocina”. ¿Y los espacios propios de ella en medio de esta relación que incluye casa y trabajo? “Que él tenga espacio significa también me deja mucho espacio a mí. Muchas veces ese espacio es en la noche, introspectivo, de recuerdos. También retomé el ballet. Me gusta porque tiene mucha física; todos los movimientos y rotaciones del cuerpo tienen que ver con desafiar la gravedad”.
- Al revisar esta historia, queda la idea de que has sido y eres el cable a tierra de Rodolfo Guzmán.
- No es la primera vez que me lo dicen. Como el hilo del volantín, para que él nunca baje. Rodolfo siempre ha vivido a 10 centímetros del piso. Y yo durante mucho rato me he preocupado y ocupado de que no toque el suelo. Seguimos siendo peces de peceras distintas, y finalmente es por eso que todo funciona.