Lecciones de Vida
Pedro Larraín y la última conversación con su hermano Luis: “Le dije, literal, que una parte de mí se moría con él”
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"Con Lucho, mi hermano, teníamos casi cuatro años de diferencia. Él nació en diciembre del 80; yo en octubre del 84. Era el mayor de los cinco hermanos; y yo el del medio. De niños no fuimos especialmente cercanos; él era bien introvertido y tenía dificultades en la capacidad de relacionarse. Y yo era muy regalón de mi mamá. Él era más cerebral, jugaba con autitos, armaba Legos. Yo era más físico, me gustaba el fútbol. Él se desenvolvía mejor en el mundo de los conocimientos. Supongo que a Lucho no se le daba fácil interactuar con un niño como yo.
Sí recuerdo que a veces me molestaba; él era tan brillante que sabía buscar de qué forma hacerlo. Pero nunca me pegó, ni siquiera me empujó. Siempre era desde el plano de la inteligencia, del diálogo. A veces yo me enojaba o explotaba, entonces Lucho se encerraba en su pieza para evitar la pelea.
Diría que su única incursión en una personalidad más histriónica era el tema teatral; siempre le gustó actuar en sketchs. Le hacía bromas a mi mamá: de repente la acompañaba al supermercado y hacía como que se caía para ver la reacción en los demás.
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Sí, jugábamos poco juntos, pero él siempre, siempre estuvo presente. Fue una referencia importante para mí, eso lo he ido concientizando con el paso del tiempo. Eso, lo relevante que él fue para mi vida, fue de las cosas que le dije en la conversación que tuvimos los dos solos el día antes de que mi hermano muriera.
Pedro y Luis Larraín, a los 15 y 19 años, de vacaciones.
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Cuando yo iba en séptimo básico ingresé en el movimiento Schoenstatt. Lucho ya participaba activamente, y ahí sí tuvimos un mundo en común mucho más rico, con amistades compartidas. Lo conocí más y lo vi más pleno de lo que lo veía en el colegio, que para él fue una etapa difícil. Me acuerdo que una vez yo estaba en quinto, jugaba fútbol en una cancha del colegio y alguien de un curso más arriba de Lucho me llamó. Me preguntó si yo era hermano de Luis Larraín. Cuando le dije que sí, me dijo: ‘Tu hermano es maricón’. Yo me quedé helado.
Lucho era brillante, tenía una memoria excepcional, todo lo que leía lo registraba enseguida, siempre destacaba. Eso lo hacía distinto. Y en general al que destaca y es distinto, el chaqueteo lo bota. Buscan el flanco donde poder pegarle.
Pero en Schoenstatt lo valoraban y él se mostraba más desenvuelto. Cuando llegué al movimiento, me decían ‘el Lucho chico’, porque todos ya conocían a mi hermano. Después él dejó de ir, debe haber sido en sus primeros años de universidad, cuando se fue de intercambio a Berlín.
"Lucho era el mayor de los cinco hermanos; y yo el del medio. De niños no fuimos especialmente cercanos; él era bien introvertido y tenía dificultades en la capacidad de relacionarse. Y yo era muy regalón de mi mamá"
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Lucho una vez dijo que él no concebía poder estar fuera del clóset sin que su familia lo supiera. No podía vivir una doble vida. En mi familia siempre se ha valorado la honestidad, la transparencia. Pero fue súper difícil este tema, no sólo para nosotros sino para él también contarlo.
Yo sé que él estaba en terapia y que con el psicólogo llegó a la conclusión de que tenía que conversarlo con alguien de su familia. Lo conversó con mi hermana Mariana, que era más cercana a él. Ella le dijo que tenía que saberlo el resto. Con el psicólogo se reunieron con mis papás y ellos después tenían que hacer la bajada con nosotros. Pero yo lo supe de otra manera.
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Lucho y yo estábamos en Schoenstatt. Y me imagino que el padre que estaba como asesor de la juventud debe haber tenido clarísimo el tema de la homosexualidad de Lucho. Y me contó a mí. Mi reacción fue que eso no podía quedar en mí, que tenía que conversarlo con él, con la familia. Fueron meses de mucho sufrimiento tratando de acercarme un poco a Lucho, meter un poco el tema. Entonces mis papás hablaron conmigo y luego conversé con mi hermano.
Pedro, Luis y Francisco Larraín en 2003
Fue una conversación rara, incómoda, porque yo llevaba dos meses tratando de armar un concepto de lo que significaba esto. Qué tan definitivo era, qué tan anclada estaba la homosexualidad en él. En la conversación recuerdo haberle pedido perdón por todas las veces en que había discriminado o dicho algún comentario homofóbico.
Me dijo que no me preocupara. Él nunca fue rencoroso, jamás recriminó. Fuimos nosotros los que tuvimos que cargar con la pena de saber que muchas veces habíamos hecho comentarios que lo podían haber ofendido. Cada uno tuvo que hacer su proceso y una recapitulación de lo que había sido la vida de Lucho hasta ese momento, ahora con esta nueva óptica y entendiendo el sufrimiento que él había cargado y que nosotros no habíamos sabido acoger.
"Cada uno tuvo que hacer su proceso y una recapitulación de lo que había sido la vida de Lucho hasta ese momento, ahora con esta nueva óptica y entendiendo el sufrimiento que él había cargado y que nosotros no habíamos sabido acoger"
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Lo que vino luego fue un equilibrio todavía precario, que es lo que sucede cuando culturalmente o socialmente el tema no está validado. Y es un equilibrio que Lucho va quebrando todo el tiempo. Yo le decía una vez a un amigo que mi hermano no salió del clóset, sino que lo rompió, porque después de que él lo hizo empezó como a tensionar todos los ambientes en los que estaba para que se adaptaran a una realidad no discriminatoria. Lo hizo también en la familia. Le decía a mi papá que por qué no podía invitar de veraneo a alguien, como sí lo hacían mis hermanas con sus pololos. Y bueno, tenía razón. Cuando él sale del clóset, uno también tiene que salir del clóset con él.
Mientras Lucho se hacía visible (como activista LGTBI) y se exponía mediáticamente, yo estaba de seminarista en Schoenstatt. Estuve allí 11 años, hasta me ordenaron diácono, pero me retiré en 2017. En ese tiempo, los vasos comunicantes entre mi hermano y yo siempre fueron honestos. Iban y venían en cuanto a cercanía. Yo veía cómo situarme desde una mirada propia respecto de todo lo que esto implicaba. Discernir qué de lo que él estaba haciendo me gustaba; qué cosas no; qué compartía como una exposición valiente y necesaria; qué me incomodaba, me dolía, me exponía a mí. Transitaba por todos esos terrenos.
"Yo le decía una vez a un amigo que mi hermano no salió del clóset, sino que lo rompió, porque después de que él lo hizo empezó como a tensionar todos los ambientes en los que estaba para que se adaptaran a una realidad no discriminatoria"
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Cuando a Lucho le empezó a fallar su primer trasplante de riñón (realizado en 2010), apareció la posibilidad de que tuviera que volver a diálisis (que ya se había realizado por varios años), lo cual no podía ser, era algo crítico. Entonces me hice el examen para ver si podía ser yo un donante. Era el candidato ideal, en el sentido de que en ese tiempo pesábamos lo mismo, medíamos lo mismo, hasta nos confundían en la calle. Para mí era evidente que tenía que hacerlo: yo tenía dos riñones, mi hermano no tenía ninguno, listo, no había ninguna pregunta más que hacerse. Además, los doctores me aseguraron que con un riñón yo podía hacer vida normal. El trasplante se realizó el 30 de junio de 2015.
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Para mí, donarle un riñón fue un acto liberador, porque yo tenía un hermano que había sufrido muchas cosas, tanto por su enfermedad (renal poliquística, de carácter genético) como por lo vivido con los temas de diversidad sexual. Uno quiere expresar solidaridad y en mi caso fue sobre todo en lo de la homosexualidad, un tema en que nosotros no teníamos coincidencia absoluta de posturas: no digo que eran opuestas, pero no eran de total coincidencia.
Luis y Pedro junto a su madre, poco después del trasplante en 2015
Con lo del seminario y la vida consagrada, yo me sentía un poco en tensión con la opción fundamental de Lucho. Siempre hubo mucho respeto a lo que cada uno estaba haciendo, pero existía esa tensión. Era una forma de preocupación por él, no era un juicio. Entonces lo del riñón fue liberador porque fue expresarle de manera concreta que lo quería, que yo estaba ahí, que me preocupaba todo lo que le pasaba.
Que ese riñón haya funcionado bien hasta el final y que haya coincidido con algunos de sus mejores años de vida, con muy buena salud, para mí fue muy gratificante.
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Cuando supe en enero pasado que Lucho tenía cáncer (un linfoma no Hodgkin poco frecuente y agresivo) lo consideré muy injusto. Él nunca fue autocompasivo ni se ponía en posición de víctima, pero frente a todo lo que le había tocado yo me preguntaba: ¿cómo tanto?
Yo lo acompañé a golpear la puerta a Anatomía Patológica, a preguntar por el examen que les habíamos dejado. Cuando vimos que lo más probable es que fuera cáncer, como familia nos preocupamos de estar ahí con él, de acompañarlo; porque era un golpe fuerte. Cuando tuvimos el diagnóstico, fue demoledor. El pronóstico era pésimo. Y por lo mismo Lucho empezó con un tema existencial, de enfrentarse a la muerte como posibilidad cierta.
Tuvimos conversaciones bien existencialistas sobre lo duro que es pensar que uno se puede morir. Por eso cuando a Lucho le tocó finalmente enfrentar la muerte, ya lo tenía muy meditado y lo había conversado largo con la familia y los amigos.
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Siempre estuvo la posibilidad de la muerte, pero nosotros igual nos aferramos a la esperanza. Y no sólo de forma pasiva. Lucho fue un paciente impaciente y yo admiraba eso. Era proactivo, pedía explicaciones a los médicos, contrastaba opiniones, cuestionaba las brechas del sistema de salud. Una vez me dijo que el próximo Iguales debería llamarse Impacientes, porque había mucho por hacer. Lucho llegó mucho más allá de lo que podría haber llegado otro en su búsqueda de sanación.
"Lucho fue un paciente impaciente y yo admiraba eso. Era proactivo, pedía explicaciones a los médicos, contrastaba opiniones, cuestionaba las brechas del sistema de salud. Una vez me dijo que el próximo Iguales debería llamarse Impacientes, porque había mucho por hacer"
Cuando se internó (la semana antepasada) para empezar un tercer tratamiento (los dos anteriores habían fallado) ya lo veíamos mal, disminuido, cada vez peor. La droga con que iban a tratarlo era la última esperanza, pero sabíamos que él estaba muy mal. Recibió las tres primeras dosis y el doctor vio que no tenían efecto. Lucho forzó un poco para que le respondiera qué significaba eso. ‘¿Tengo alguna posibilidad de recuperarme?’, preguntó. Le dijeron que ninguna.
Lucho pidió que lo sedaran. Lo conversó con su tratante, con el equipo médico, con una psico-oncóloga, con un psiquiatra. Después involucró a mis papás. El resto quizás estábamos tentados de continuar probando más dosis. No hubo pataleos, sino preguntas para asegurarse de que era una decisión clara. Lucho fue firme. Nosotros la verdad estábamos alineados con él, pero la inquietud era: ¿y esperar un poquito más? Hasta su médico le preguntó dos veces si estaba seguro. Lucho se mantuvo en su decisión. Con seguridad y con mucha paz.
Los hermanos Larraín años atrás: Pedro, Mariana, Luis, Sofía y Francisco.
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El día antes de que lo sedaran, Lucho conversó con cada uno de la familia, por separado. Yo siento que ahí nos traspasó toda la paz que él ya tenía. Dentro de lo macabro y el sinsentido de la muerte, él ayudó mucho a que la enfrentáramos de la mejor manera.
Le pedí conversar con él. Una última conversación entre los dos. La iniciativa para entrar en intimidad no era el fuerte de Lucho, pero una vez que se daba ese espacio no le complicaba. Lo primero que le dije es que lo quería. Después hablé de mi infancia y de lo que él había significado. Le recordé la música que él escuchaba y que para mí había sido referente, porque mis gustos musicales los fui formando a través de eso.
Le hablé de nuestro tiempo en Schoenstatt, cuando yo era ‘el Lucho chico’. Le dije que estaba orgulloso de él. Que lo iba a echar de menos, que me iba a hacer falta. Le dije, literal, que una parte de mí se moría con él, porque mi identidad, mi historia, estaban formadas con él y porque él tenía uno de mis riñones.
Yo lloraba a mares mientras hablaba y no me importaba. ¿Cómo podría importarme si estaba frente a alguien que su vulnerabilidad la expuso de forma valiente? Lucho estaba con una serenidad interior impresionante, aunque emocionado. Se le ponían los ojos húmedos. Me dijo que le encantaba cómo me veía como papá, que admiraba cómo me había reinventado al salirme del seminario y cómo me estaba desarrollando profesionalmente.
"Le hablé de nuestro tiempo en Schoenstatt, cuando yo era ‘el Lucho chico’. Le dije que estaba orgulloso de él. Que lo iba a echar de menos, que me iba a hacer falta"
Y me dijo que nunca me consideró una persona cerrada ni inflexible. Para mí eso fue liberador. Nosotros ya no estábamos en tensión, pero ante la muerte lo que yo por lo menos quería era despejar cualquier duda de que quedábamos en paz.
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A Lucho comenzaron a sedarlo el viernes (17 de noviembre) pasado el mediodía. Antes, en la mañana, habían ido mis sobrinos a despedirse. La conversación entre los niños y Lucho fue impactante, ellos tenían tanta pena que no sabían qué decirle y fue él quien les fue hablando con una humanidad y una empatía totales. Fue un momento epifánico. Él irradiaba plenitud. A sus 42 años, Lucho había hecho una vida completa.
Yo estuve en la clínica hasta como las 7 y tanto de la tarde; y me tuve que ir a mi casa a acostar a mis niños y a comer algo. Mis hermanas se quedaron hasta las 9. Mi mamá era quien se quedaba a cuidar a Lucho esa noche. Pasada las 10 le puse un WhatsApp para ver cómo seguían las cosas. Y mi mamá me dice que me vaya inmediatamente, porque Lucho se estaba muriendo. Cuando llegué a la clínica, ya había muerto. Ahí estaba mi mamá con él en la pieza; ella le decía: ‘Hiciste todo bien’.
"Pasada las 10 le puse un WhatsApp para ver cómo seguían las cosas. Y mi mamá me dice que me vaya inmediatamente, porque Lucho se estaba muriendo. Cuando llegué a la clínica, ya había muerto. Ahí estaba mi mamá con él en la pieza; ella le decía: ‘Hiciste todo bien’"
En ese instante, mi hermana Sofía, que se había quedado con Lucho la noche anterior, subió a las redes sociales el video en que él se despedía. Y nos pasó algo bonito: cuando estábamos todos reunidos, vimos en esas cámaras del pasillo que muestran lo que pasa en las piezas, que varios del equipo de la clínica le hacían cariño a Lucho. Las tens, las enfermeras lo querían.
Para su funeral del domingo pusimos una canción de Cranberries que él siempre escuchaba en nuestros viajes de vacaciones en familia al sur. Se llama Free to decide. Habla de libertad. Y mi hermano fue una persona muy libre y abrió caminos de libertad”.
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